VERDAD Y RECONCILIACIÓN por Lorenzo Peña Madrid. 11 de septiembre de 2006 [Propiedad intelectual del autor, Lorenzo Peña, quien permite la reproducción literal del escrito] ____________________
En las guerras civiles y luchas fratricidas de diversas ciudades griegas en la Antigüedad, una vez pasado el fragor del combate, acababa imponiéndose --tarde o temprano-- la necesidad de un apaciguamiento, porque la venganza no puede continuar indefinidamente; y es que --por encima de los sentimientos y los resentimientos (legítimos o no)-- está el imperativo de la convivencia y la paz social, imprescindible para el bien comuún, que es el bien supremo.
Ahora bien, ese apaciguamiento, a su vez, siempre conlleva dos exigencias mutuamente contradictorias: la una, la de que se haga algún género de reparación y de retribución, a fin de compensar, en parte, la injusticia sufrida por quien más agraviado ha estado en los enfrentamientos; la otra, la de la amnistía, el perdón, para que la convivencia pueda establecerse. Sin perdón, sin amnistía, lo que se hace es perpetuar el enfrentamiento; sin algún género de reparación y de retribución, sin algún castigo --aunque sea simbólico--, la injusticia queda consagrada y corroborada por la nueva situación, dizque de convivencia, y esa úlcera no sanada envenenará sin remedio el futuro de la sociedad.
En la historia reciente de España se han repetido situaciones similares: en 1714, a la terminación de la guerra de sucesión, con el triunfo del partido borbónico --impuesto por Francia-- frente al legitimismo austriacista abrazado por Cataluña, Mallorca, Valencia y Aragón.
Un siglo después, al arrojar el pueblo español al invasor napoleónico y tener que reconciliarse con los miles de nacionales que habían sido afrancesados. Luego, a lo largo del siglo XIX, con cada enfrentamiento entre liberales y serviles (metamorfoseados éstos --sucesivamente-- como: realistas, carlistas, moderados, conservadores); finalmente a lo largo del siglo XX, en una prolongación de los enfrentamientos del siglo anterior, ahora con otros revestimientos, entre la España liberal, republicana, progresista, y la servil, monárquica, tradicionalista, fascista.
La victoria franquista de 1939 inaugura un larguísimo período de dominación sanguinaria y exterminadora de la casta ultrarreaccionaria, la oligarquía financiera y terrateniente, la prelatura eclesiástica, el militarado despótico; una dominación que acarreó: masacres que probablemente ya nunca se conocerán en su detalle y en su magnitud; el calvario, la asfixia y el terror para la inmensa mayoría del pueblo español, adicto a la República y a sus ideales (hasta el punto de que los propios vencedores disfrazaron su régimen inquisitorial y antinacional como una era de «Patria, Pan y Justicia» en la cual el poder estaría al servicio de Dios, España y su revolución nacional-sindicalista).
Jurídicamente ese triunfo del fascismo en 1939 significaba el derrocamiento del régimen legal, la República española, por un alzamiento militar, pero, sobre todo, la consumación de la agresión contra España de los ejércitos de Alemania e Italia, apoyados --en mayor o menor medida-- por Portugal, Inglaterra, los Estados Unidos y Francia. España sólo obtuvo el respaldo y el socorro de Rusia y de México.
Al morir el tirano y verdugo vitalicio, exgeneral Francisco Franco, en noviembre de 1975, toma las riendas la dinastía borbónica (cuya restauración fue siempre la meta del alzamiento fascista del 18 de julio de 1936). Ábrese así el complejo período de la transición, que desemboca en la promulgación de la Constitución el día de los inocentes de 1978. Degollados en esa maniobra fueron los anhelos de restauración de la legalidad republicana y de justa condena a quienes habían tiranizado tan inmisericordemente al pueblo español con la ayuda de las potencias occidentales, que siempre apoyaron a Franco.
Peor que eso fue que en la restaurada monarquía los partidos políticos que se consolidaron venían a ser continuadores del franquismo, y procedentes de unas u otras corrientes o grupos del Movimiento Nacional, o sea de la Falange española tradicionalista y de las J.O.N.S.
Eso era verdad, en primer lugar, de la UCD (Unión del Centro democrático) de Adolfo Suárez, ex-ministro Secretario General de Falange en el caudillaje franquista. Y aún más verdad era de la Alianza Popular de Manuel Fraga Iribarne, ex-ministro también de Franco y cuyas primeras campañas electorales (que cosecharon fracasos) giraban en torno a la reivindicación del régimen franquista
Mas también era verdad del nuevo partido socialista, que recuperó las siglas del P.S.O.E., pero que en realidad poco tenía que ver con el viejo partido de antes de la guerra, el de Luis Jiménez de Asúa, Francisco Largo Caballero e Indalecio Prieto. Interponíase entre aquel viejo partido y el nuevo PSOE de la transición la práctica inexistencia del socialismo español entre 1950 y 1970 (con alguna excepción individual, como la del siempre honorable Luis Gómez Llorente, compañero y amigo de juventud de quien esto escribe). Procedían, en su mayoría, de las Falanges Juveniles de Franco los recién llegados --capitaneados por D. Felipe González Márquez-- que colonizaron y coparon la dirección del nuevo PSOE en el congreso de Suresnes (1974, penúltimo año del franquismo); y esa tendencia al predominio ex- falangista viene acentuada al ser absorbido (en 1978) por ese nuevo PSOE el partido socialista popular del monárquico Enrique Tierno Galván. La plana mayor del nuevo socialismo (que accederá al gobierno en diciembre de 1982) pasará a estar constituida principalmente por los oriundos del franquismo: Jesús de Polanco, Juan Luis Cebrián, Luis Roldán, José Barrionuevo, Francisco Fernández Ordóñez, Fernando Morán López, y otros ex-alumnos del Colegio del Pilar.
Si indagáramos en las biografías de muchos otros personajes del cuatuordecenio felipista (1982-1996), veríamos cuántos de esos prohombres venían de familias del régimen de Franco y habían hecho sus primeros pinitos en el Frente de Juventudes o en la Acción Católica (de signo vaticanista ultraconservador y antidemocrático). No se trataba en absoluto de individuos que --habiendo sufrido un proceso de conversión personal-- hubieran desertado de su medio de procedencia para pasarse al campo popular; sino que, tranquilamente, sin la menor ruptura, en continuidad perfecta, habían prolongado la línea heredada sólo que adaptándola.
Hasta venían del franquismo algunos irredentistas postizos del andalucismo, el catalanismo, el valencianismo y otros inventos artificiales de ese tenor. En aquel panorama sólo marcaban la excepción el partido comunista (aunque dentro de él también se promocionaron unos cuantos que habían prosperado con el franquismo o venían de familias pudientes del régimen), y los principales grupos nacionalistas vascos y catalanes, que, fueran lo que fuesen, al menos nunca habían sido franquistas.
En la España de la postransición todo lo que contaba era una continuación del franquismo: la jefatura del estado, la policía, el ejército, la guardia civil, la magistratura, los partidos influyentes, los periódicos, las cadenas de radio y TV, las editoriales, la finanza, los círculos empresariales e incluso la Universidad.
Eso explica el pacto de silencio. Claro que éste había sido propiciado también en las filas republicanas por D. Santiago Carrilo Solares, ascendido a secretario general del partido comunista de España en 1960, con su política de reconciliación nacional (diciembre de 1956), que significaba `poner cruz y raya a la guerra civil' y `olvidar los odios y rencores de la guerra civil', o sea una política de borrón y cuenta nueva.
Lo que pasa es que hay una dinámica --si se quiere una lógica-- de las cosas que desborda los planes de los individuos. El tabú sobre la guerra civil fue posible porque había muchos interesados en el olvido, pero también porque una generación de españoles había sufrido demasiado y no quería recordar. España no es diferente. No lo es en eso, por lo menos. Eso que ha pasado aquí ha sucedido también en muchas partes: los hijos quieren olvidar, los nietos quieren saber y recordar.
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