EDUCACION PARA LA CIUDADANIA I

Educación para la ciudadanía:
I: La escuela de formación ad hoc del profesorado
por Lorenzo Peña


No ha hecho más que empezar el debate sobre la asignatura de Educación para la Ciudadanía --en lo sucesivo `EpC' para abreviar.

En este primer suelto voy a abordar un tema un poco olvidado: el proyecto --que, al parecer, quedó en agua de borrajas-- de preparar la impartición de esa asignatura mediante la puesta en pie de una escuela de formación del profesorado ad hoc.

La instauración de esa asignatura se ha hecho en detrimento de la ya escasísima presencia de la filosofía. Es verdad que tal fechoría puede haberse paliado (o disimulado) prometiendo que su docencia se confiará, al menos en parte, a profesores de filosofía; promesa un tanto etérea, y que se superpone a otras dirigidas a colectivos de licenciados de otras carreras de letras de abrirles por ahí salidas profesionales.

Se hizo vislumbrar a los profesores de filosofía del bachillerato la guinda de que --a cambio de perder horas lectivas de enseñanza filosófica-- iban a verse agraciados con la asignación de la nueva materia. Sin embargo, los promotores de la nueva asignatura aspiraban a la erección de una escuela de formación del profesorado de EpC abierta a politólogos, juristas, sociólogos y filósofos, de suerte que no podría impartirse la materia de marras sin la venia docendi expedida en tal escuela. De hacerse eso, está claro que la nueva materia saldría del elenco de las reservadas a los filósofos.

Un curso de EpC será una secuencia de sesiones de inculcación de valores. La escuela del profesorado de EpC sería una enseñanza orientada a saber inculcar tales valores. Se trataría de transmitir a esos futuros docentes de tan singular materia (que no disciplina) no sólo unos conocimientos sino también, seguramente, unas técnicas docentes ¿Qué conocimientos? ¿Qué técnicas?

Los conocimientos podrían ser, en primer lugar, los que haya que vehicular después en el ejercicio de tal docencia; nociones, acaso, de historia, sociología, teoría jurídica, filosofía ético-social, o lo que fuera, que tal vez no estarían abarcadas por el bagaje cultural de los licenciados en Ciencias Políticas, Derecho, Filosofía y otras carreras similares. Eso es sumamente dudoso. Es inverosímil que un licenciado en una de esas titulaciones tenga que aprender tales contenidos; y, si así es, entonces mal, muy mal están esas carreras. Es increíble que a un graduado universitario en uno de esos estudios de letras le haga falta completar --con un aprendizaje especial de posgrado-- los conocimientos adquiridos para luego transmitir una pequeña parte compactada y embutida en unos cursos de formación en valores.

Conque lo más verosímil es que la escuela de formación del profesorado de EpC enseñaría a enseñar, más que enseñaría los contenidos de esa enseñanza. Pero, ¿qué técnicas se requieren para enseñar valores?

En general soy totalmente escéptico sobre los cursos de pedagogía y similares. Mi experiencia docente me dice que se aprende a enseñar enseñando. Las técnicas no valen de nada. El profesor se va haciendo en la praxis docente. Tiene que pasar por los períodos difíciles, en los que no sabe cómo habérselas con los muchachos, ni sabe transmitir sus conocimientos, para ir ganando soltura, arte de comunicación, gancho, gracia, salero, chispa, mano izquierda, habilidad expositiva y de trato, e incluso buen nombre (que también cuenta, y mucho).

Ninguna habilidad práctica se adquiere teóricamente; pero entre las que menos es la de enseñar, porque seguramente las teorías pedagógicas sirven de poco (y son inoperantes), mientras que el arte de transmitir se adquiere transmitiendo, como se aprende a nadar nadando, a cocinar cocinando, a predicar predicando, a escribir escribiendo, a actuar en escena actuando, y así sucesivamente.

Seguramente, la inanidad de una enseñanza de cómo enseñar no les pasa desapercibida a los promotores de la nueva asignatura, que en general son profesores universitarios, muchos de ellos, sin duda, excelentes en su propia impartición --ejerciendo una capacidad que habrán adquirido, como yo, en la propia praxis de la cátedra, a través de penas y alegrías. Y, por eso, más bien conjeturo que lo que se trataría de transmitir en esos cursos de formación del profesorado de EpC sería otra cosa: ni las técnicas de docencia ni los conocimientos a transmitir (aparte de que, en rigor, la nueva asignatura no pretende transmitir otros conocimientos que los que transmitan las asignaturas de contenido científico y humanístico).

Ese algo diferente sería la actitud correcta que debería tener el profesor de EpC para poder transmitir valores a sus alumnos. Y esa actitud correcta consistiría en que él mismo haya asimilado con toda su alma tales valores, de modo que los irradie, no ya con solvencia y soltura, sino con esa impronta de sinceridad, consagración a lo que se transmite e identificación sin fisuras que lo capaciten, no ya a conseguir que los alumnos aprendan y sepan cosas, sino que se dejen persuadir, que se sumen a las actitudes a las que serán instados al asistir a esos cursos.

Los cursos de formación del profesorado de EpC constituirían así un semillero de docencia vocacional, un genuino seminario (en varios sentidos de la palabra) generador de un afán de llamada y difusión de la buena nueva, una buena nueva de valores constitucionales y cívicos y de adhesión a los derechos humanos.

Es dudoso si eso puede garantizarse sólo con las palabras que salen de la boca y las líneas que se estampan en un examen escrito. Quizá cuentan también la mirada, los acentos de la voz --que pueden traicionar una duda íntima o una simulación--. Pero se podría acudir tal vez a detectores de sinceridad (si es que la psicología avanza lo suficiente para hacerlos fiables). No obstante, quizá habría que escudriñar la vida de esos futuros docentes, a fin de que se trate de individuos íntegros, que prediquen con el ejemplo de sus virtudes ciudadanas.

Por lecturas (que pueden brindar un testimonio indirecto quizá no muy fiable) me figuro que eso se parecería a la docencia de los seminarios eclesiásticos. Mi propia experiencia juvenil me haría, tal vez, imaginar una comparación con las escuelas de cuadros revolucionarios, pero creo que esa analogía se aplicaría escasamente a lo que yo personalmente pude conocer decenios atrás.

Seguramente no es de extrañar que la EpC haya suscitado los recelos de la conferencia episcopal --al ver ahí un peligro de competencia-- (volveré sobre esto en un suelto posterior) ni que algunos de sus adalides sean antiguos católicos fervorosos, tal vez ex-seminaristas. Las vicisitudes y los avatares de la vida no los han hecho apartarse de una idea constante, la tarea de una recta formación de las conciencias mediante la inculcación de valores, una inculcación que moldee las almas como el alfarero moldea el barro o el panadero la masa harinosa; en definitiva, es una salvación de las almas. (Quizá algunos ex-revolucionarios puedan también hallar ahí ecos de su propia experiencia, cuando se trataba de formar militantes abnegados dispuestos a dar la vida por la causa del proletariado.)

En definitiva, los cursos de buena ciudadanía necesitarían previos cursos para ser un buen docente de ciudadanía (y así sucesivamente, supongo). Tanto los destinados al usuario final como los meta-cursos (y los meta-metacursos etc) deberían tener un componente ético, no ya en el contenido, sino sobre todo en la actitud, en la profesión de fe, en la plasmación de la mente.

Que yo sepa, no ha prosperado ese proyecto de escuela de formación del profesorado de EpC. Leo en el artículo de mi colega José Antonio Marina («¿Quién tiene derecho a educar?», revista IGLESIA Y VIDA, repr. en <http://www.ciudadania.profes.net>) la queja de que «no se ha formado al profesorado, y todos sospechamos que va a impartirla el primer profesor que tenga horas libres, lo que contribuirá al desprestigio de la asignatura».

Marina, al parecer, se encarga de redactar los libros de texto de la nueva materia. «Por esta razón me esfuerzo en que esta necesaria asignatura no fracase.» Y, para que no fracase, ha de tener «como finalidad la formación del buen ciudadano: responsable, justo y solidario»; reconoce que se hará «suplantando, a mi juicio de forma injustificable, a la actual asignatura de Filosofía». Esa formación del buen ciudadano --nos da a entender el redactor de los libros de texto ministerialmente autorizados-- requeriría buenos docentes que pudieran vehicular no sólo con su voz y su ademán, sino con todo su ser, el ejemplo de la virtud cívica.

Todo eso es perjudicial para la enseñanza de contenidos genuinamente filosóficos, exclusivamente por profesionales de la docencia filosófica, que enseñen con rigor y lógica, con la pulcritud objetiva y aséptica del buen docente, que separa las actitudes axiológicas personales de los contenidos cuya transmisión le está confiada (aunque --en uso de su libertad de cátedra-- module esos contenidos según las teorías académicamente justificables a las que él se adhiera).

Pero hay algo peor que eso, y es que borra la línea de demarcación entre los mandamientos jurídicos y las convicciones íntimas.

Fue una conquista del liberalismo decimonónico la de hacer la conciencia inmune a los deberes jurídicos. En realidad, la separación viene de lejos. Alfonso X el Sabio, en Las partidas, ya dice que las intenciones y los sentimientos de los hombres --cuando no se traducen en conductas nocivas-- no han de serles imputados.

Sin embargo, persistió mucho tiempo la tesis de las Iglesias, que consideraban un delito contra la convivencia social albergar ideas, preferencias o incluso dudas en torno a los dogmas de la moral y de la religión oficiales. En España fueron la guerra de la independencia y el levantamiento de Riego de 1820 los que, por fin, impusieron el respeto a la conciencia.

No desconozco que, en la práctica, esa separación no siempre se ha respetado. A menudo se ha exigido la adhesión a las doctrinas y los valores profesados por la sociedad. Mientras prevaleció la obra de la revolución liberal (1833-1923) esas exigencias fueron muy limitadas.

Tras el paréntesis de la dictadura monárquico-militar del marqués de Estella (1923-1930), la Constitución de la II República estableció un principio de neutralidad ideológica de la escuela pública (art. 48 --a salvo de que la enseñanza estaría «inspirada en ideales de solidaridad humana», lo cual dista de equivaler a que implicase una inculcación axiológica de tales ideales); esa misma Constitución (en su art. 27) garantizó el pleno respeto a la libertad de conciencia: nadie sería obligado a hacer profesión de fe ni de anti-fe, ni de adhesión ni de no-adhesión a valores.

Bajo la tiranía franquista todo eso se fue a pique, pero (aunque posiblemente la jerarquía católica lo habría deseado) oficialmente no se retrocedió al deber jurídico de ser católico aun en el fuero interno (que había existido hasta 1820).

Durante los primeros años de paroxismo los espectadores estaban constreñidos a ponerse en pie, brazo en alto, al aparecer el Caudillo en el NODO. Cuando eso cayó en desuso se mantuvo la obligación de cursar la Formación del Espíritu Nacional.

Sin embargo, quienes fuimos víctimas de aquel malhadado adoctrinamiento podemos, para ser objetivos, testimoniar que pocas veces se nos forzó a declarar nuestras hondas convicciones; ni siquiera era menester hacer un paripé. (No obstante, las muchachas estaban sometidas a una obligación de servicio social en albergues falangistas, alineándose diariamente para rendir pleitesía a la bandera rojinegra y cantando --o haciendo como que cantaban-- el «cara al sol».)

¿El hombre es portador de tres valores eternos: la dignidad, la integridad y la libertad? ¡Psáh! En el fondo cada quien era libre de --para sus adentros-- pensar que no eran tres sino dos, cuatro, o veinte; o que no son eternos; o que no los porta el hombre, o no debería portarlos; o que es irrelevante que los porte o los deje de portar.

De manera general, la sanguinaria tiranía franquista no impuso un deber positivo de exteriorizar los sentimientos, o al menos nunca se vio forzado a manifestar su adhesión a nada quien esto escribe --que sufrió amargamente durante muchos años la feroz opresión de aquel régimen. Habiendo osado rehusarla desde niño, no padeció represalias directas.

No sé si la imposición de la EpC será sólo la vuelta a la formación del espíritu nacional; ahora, eso sí, la «unidad de destino en lo universal» se ha reemplazado por el «Estado social y democrático de derecho» (art. 1.1 CE), y los tres valores joseantonianos recién enumerados por una ristra más larga: «La dignidad de la persona, los derechos inviolables que le son inherentes, el libre desarrollo de la personalidad, el respeto a la ley y a los derechos de los demás» (art. 10.1 CE). (El análisis de las semejanzas y diferencias se deja como ejercicio al lector.)

Pero hay, en este aspecto, motivos para la alarma. Aquel régimen de asalto violento, de usurpación armada y triunfante por la intervención extranjera, no podía esperar el apoyo de la población, y jamás lo tuvo. Tal vez por eso, prudentemente, era laxo en lo que se refiere a exigir un sinceramiento en conciencia, a comprobar la lealtad al régimen en el fuero interno.

Me temo que la EpC pretenda ir más lejos, y se quiera sonsacar a los chicos si tienen o no reservas mentales con respecto a esos valores preceptivamente profesables por todos. Como primer paso, esa escuela de formación del profesorado de EpC --si llegara a levantarse (¡Dios no lo quiera!)-- es dudoso que se conformara con que los futuros moldeadores de conciencias acreditaran conocimientos suficientes. (Claro que me imagino que a los falangistas que venían a impartirnos la formación del espíritu nacional también se les exigían muestras de genuina adhesión.)

Nada de todo eso es exclusivo de España. La libertad de que tan orgullosos están los países de la NATO es más nominal que real. No falta sólo igualdad; no falta sólo fraternidad. Falta libertad. (¡No digamos ya en este período de encastillamiento islamofóbico, de paroxismo anti-terrorista y de proclama patética de los valores de un Occidente asediado, cuando se impone expresar la condena del mal con «minutos de silencio» y otros actos de exteriorización preceptiva de sentimientos!) Al fin y al cabo, esos países tan ufanos de su democracia --la R.F. de Alemania del canciller Adenauer, la Francia colonialista, la monarquía inglesa, el reino de Balduino, los estados unidos, el Canadá-- todos ellos estuvieron apoyando a Franco, quien únicamente así pudo mantener su sangrienta tiranía de tantos decenios contra la unánime hostilidad del pueblo español.

Así que, no nos extraña si nos cuentan que también hay educación cívica impositiva en Francia, en los estados unidos, en el reino unido, en la Alemania neo-imperial hinchada por su reunificación (aunque habría que ver en cada caso de qué se trata). Ni nos asombra que la preconice la Unión Europea. Más contrarios que nosotros a la Unión Europea no se puede ser.

Ya veremos qué pasa. Entre tanto, estaremos alertas para ver si --desafiando el sentido del ridículo-- se crea al final esa escuela de formación del profesorado de EpC.


Lorenzo Peña
Tres Cantos. 2007-08-05
El autor permite a todos reproducir textual e íntegramente este escrito
V. también: <http://jurid.net/filosofia/urbanida.htm>






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Lorenzo Peña y Gonzalo

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Tres Cantos, Spain
Tras una turbulenta y amarga juventud consagrada a la clandestina lucha revolucionaria, mi carrera académica me ha conducido a obtener las 2 licenciaturas de Filosofía y Derecho y asimismo los 2 Doctorados respectivos (en Filosofía, Universidad de Lieja, 1979; en Derecho, Universidad Autónoma de Madrid, 2015). Soy también diplomado en Estudios Americanos; en cambio, si bien inicié (con éxito) la licenciatura en lingüística, no la culminé. Creador de la lógica gradualista, tras haberme dedicado a la metafísica y la filosofía del lenguaje, vengo consagrando los últimos 4 lustros a desarrollar una nueva lógica nomológica y aplicarla al Derecho: la lógica de las situaciones jurídicas, basada en la metafísica ontofántica que elaboré en los años 70 y 80. He sido profesor de las Universidades de Quito y León, Investigador visitante en Canberra e investigador científico del CSIC, habiendo sufrido la jubilación forzosa por edad en 2014 cuando había alcanzado el nivel máximo: Profesor de Investigación. Soy miembro del Ilustre Colegio de Abogados de Madrid.