Educación para la ciudadanía
VII: Los argumentos de Fernando Savater
por Lorenzo Peña
En ELPAIS.COM 20070823 aparece un suelto de mi colega Fernando Savater titulado «Instruir educando».
Savater polemiza ahí con Rafael Sánchez Ferlosio, cuyo artículo «Educar e instruir» (El País, 20070729) presentaba una argumentación contra la asignatura de «Educación para la ciudadanía», EpC, bastante coincidente --en parte al menos-- con la orientación de mis propias críticas --si bien mi enfoque es de índole filosófico-jurídica, centrándose en qué obligaciones tienen derecho a imponer los poderes públicos y cuáles no, al paso que Ferlosio ofrece unas consideraciones desde el pensamiento ético-social.
Pese a la diversidad de enfoques entre Ferlosio y quien esto escribe, hay unos puntos básicos que creo que son sustancialmente idénticos, o muy similares, al recalcar ambos que la tarea de la enseñanza, pública y privada, debiera ser la de instruir (como él lo dice escogiendo magistralmente el verbo adecuado), o sea transmitir conocimientos.
(De paso, quienes somos de ese parecer haríamos bien en pedir que el Ministerio recuperase la denominación de «Ministerio de Instrucción Pública y Bellas Artes» que tuvo hasta que lo cambió la sanguinaria tiranía fascista de Franco, en 1938, con el monárquico Pedro Sáinz Rodríguez.)
A quienes discrepamos de su punto de vista Savater nos juzga «duros de mollera» porque --según él-- nos «escandaliza[mos] al escuchar que ciertas disposiciones éticas responden a las exigencias mayoritarias de convivencia y no a la conciencia de cada cual».
No nos escandalizamos de eso. Lo que nos escandaliza es que esas exigencias mayoritarias se impongan coercitivamente, porque creemos en la libertad de pensamiento. Las exigencias mayoritarias son eso, preferencias o valoraciones de la mayoría. Ésta puede ser del 50,1% o del 99,99%.
En un sistema liberal a nadie se impone comulgar con tales exigencias. Lo único que se impone es no violar la ley, independientemente de que ésta haya sido promulgada gracias a una mayoría grande o pequeña, e incluso si refleja la voluntad de una minoría (como suele suceder, porque rara vez se someten las leyes a plebiscito).
Para Savater en las que él llama «democracias del siglo XXI» sí existen esas exigencias mayoritarias. Bien, eso es indiscutible. Existen en esas democracias --a mi juicio pseudo-democracias-- y existen en cualquier régimen, bueno o malo, liberal o despótico. Lo que diferencia a un régimen liberal de uno despótico es que en el primero, y no en el segundo, son libres las exigencias éticas --mayoritarias o minoritarias--: a nadie se le impone adherirse a unas u otras de tales exigencias éticas, sino que cada quien es dueño de hacer sus propias valoraciones y de formarse sus propias opiniones.
Un régimen es despótico en la medida en que en él hay un imperativo legal de pensar de una manera u otra. Mandarlo a los niños y jóvenes es tan vulnerador de la libertad como mandarlo a los adultos.
Para Savater hay «una dimensión ética que corresponde a las convicciones de cada cual [...] [p]ero es necesario que conozca el valor moral de tolerar cívicamente aquellos comportamientos que no apruebo o incluso que detesto [... y] debo comprender la valía ética [...] de las normas instituidas que permiten el pluralismo de convicciones y actitudes dentro de un marco común de respeto a las personas».
Savater pasa de lo uno a lo otro como si fuera lo mismo. Evidentemente tenemos todos la obligación jurídica de tolerar cívicamente los comportamientos que detestamos si la ley los permite. La razón es que todos tenemos el deber de respetar la ley, existiendo una regla de lógica jurídica (la de no-vulneración o interdictio prohibendi) por la cual está prohibido impedir cualquier conducta ajena que sea lícita.
Pero ¿por qué hay que cumplir la ley? Se trata de una cuestión apasionadamente debatida en la reciente filosofía del derecho española, donde ha suscitado interesantes controversias. Un profesor de una asignatura --que desgraciadamente no existe-- de Rudimentos del Derecho impartiría a sus alumnos el conocimiento de ese debate y las razones esgrimidas en él por unos y otros, según sus opiniones jusnaturalistas o positivistas, con diversos matices. Lo que conculca la libertad de pensamiento es que un educador diga al alumno que tal opinión es aquella a la que tiene que adherirse.
De la enseñanza de lo que manda hacer o no-hacer el ordenamiento jurídico pasa subrepticiamente Savater al deber de «comprender la valía ética» de las normas. Pues bien, ¡rotundamente no! Es despótico cualquier régimen en el que existe ese deber, e.d. una obligación de pensar de una manera determinada, por buena y razonable que sea.
Si existe un «deber de comprender la valía ética de las normas vigentes», entonces es imperativo adherirse a tales normas. La obligación legal deja de ser una obligación de cumplir --de hacer, o no-hacer--, para convertirse en una obligación de pensar.
Savater se pasma de que algunos estimemos que en el colegio se debe enseñar (o instruir) y no formar conciencias ni «educar en valores». Y añade: «La primera pregunta que se me ocurre ante este asombroso planteamiento es: ¿cómo puede instruirse a nadie sobre tales derechos y tal ley fundamental sin mencionar las implicaciones morales de que están llenos [...] Si un alumno pregunta por qué debe respetar tal legislación, ¿qué habrá que contestarle? ¿Que si no cumple con lo que mandan las autoridades irá a la cárcel y sanseacabó?»
Lo que se le enseñaría al alumno en una asignatura de Rudimentos del Derecho es que la ley manda cumplir la ley y que el deber de obedecerla ha sido fundamentado diversamente en la doctrina jusfilosófica, habiendo una amplia gama de opiniones, desde los positivistas estrictos --que, en efecto, dicen que «san seacabó»-- hasta los jusnaturalistas (incluido quien esto escribe) que pensamos que es una obligación de derecho natural la de acatar y obedecer el derecho positivo.
Lo que se inculca al alumno en un régimen despótico que viola la libertad de pensamiento es que tiene el deber de interiorizar y asumir los valores mayoritarios de la sociedad en que vive; no sólo el deber de conformar su conducta a tales valores, sino el deber, totalmente diferente, de adherirse a dichos valores.
Para Savater «la instrucción --que describe y explica hechos-- y la educación, que pretende desarrollar capacidades y potenciar valores, son formas de transmisión cultural distintas pero complementarias». Y lo recalca: «La instrucción promueve el conocimiento de lo que hay, la educación se basa en ella para conseguir destrezas y hábitos que nos permitan habérnoslas lo mejor posible con lo que hay».
Existe una importante frontera, que a Savater le parece baladí: la que separa lo lícito de lo ilícito. En un régimen liberal es lícito a las instituciones docentes transmitir conocimientos --incluyendo los conocimientos prácticos que capacitan al alumno a hacer ciertas cosas («destrezas» en la terminología de Savater). Lo que es ilícito es «transmitirle» valoraciones, forzarlo a «conseguir hábitos». La formación de los hábitos deber ser espontánea, no forzada. Si hay libertad de conciencia, el colegio transmite al alumno los instrumentos cognoscitivos para su pensamiento y su praxis, pensamiento y praxis que él decide libremente. Si el colegio lo fuerza a tener un pensamiento o una praxis (que vaya más allá del estricto cumplimiento de los deberes legales), entonces se está incurriendo en el despotismo.
En un régimen liberal hay libertad de cátedra: el profesor disfrutará de un amplio margen para orientar los conocimientos que transmite de manera que vayan unidos a sus propias opiniones valorativas y doctrinales. Pero la obligación legal para el profesor es la de transmitir los conocimientos; transmitir sus opiniones y valoraciones es un derecho. El alumno tiene obligación de aprender los conocimientos; le es lícito compartir las opiniones y las valoraciones del profesor o no hacerlo.
En un régimen despótico, el maestro tiene que transmitir unos conocimientos y unas opiniones y valoraciones determinadas, y al alumno le incumbe la obligación de adherirse a esas valoraciones.
Savater compara la diferencia entre instrucción y educación a la que se da entre información y opinión, señalando lo difícil que es deslindarlas. En efecto, es difícil. El periodista vehicula implícitamente unas valoraciones al transmitir una información, pero vulnera la deontología profesional cuando presenta la opinión como información. Es verdad que la selección de informaciones implica un filtro, condicionado por las opiniones. Pero aun eso tiene un límite. Los dueños del diario en que escribe Savater opinarán seguramente que es irrelevante lo que suceda en el tercer mundo (del cual casi no hablan) y omitirán la mayoría de las informaciones sobre la vida de 3.500 millones de personas; al hacerlo, sobrepasan los límites, incurriendo en un periodismo deshonesto.
Savater desconoce la diferencia. Lo que está en cuestión no es si el deslindamiento es fácil o difícil, tajante o gradual. Lo que se discute es si existe. La posición a la que se compromete Savater es que no existe tal diferencia.
Cuando todos los periodistas de todos los medios de comunicación (salvo en internet) vienen obligados a abrazar determinadas opiniones y a mezclarlas con las informaciones, absteniéndose de otras opiniones, no hay libertad de prensa más que de fachada; y eso es lo que sucede hoy en España.
Savater, sin darse cuenta, ha puesto el dedo en la llaga. Los periodistas a sueldo del sistema político pseudo-democrático vienen, todos ellos, forzados por los dueños de los medios de comunicación a vehicular ciertas opiniones y a mezclarlas con las informaciones en un revoltijo inextricable --ante el cual hace falta un buen alambique para destilar el escaso contenido verídico. Pero nadie está obligado a leer esos periódicos. Nadie va a ser examinado sobre ellos. A nadie se va a rehusar su inserción en la vida si declina estar de acuerdo con lo que dicen esos órganos de la prensa borbónica.
Para concluir, Savater aduce que los maestros que impartirán la asignatura no serán todos «dóciles marionetas al servicio de los intereses gubernamentales». No se discute eso. Lo que se discute es si es admisible un precepto que les impone la obligación de adoctrinar a sus alumnos y, sobre todo, que impone a esos alumnos la obligación de soportar dicho adoctrinamiento y de dejarse persuadir por él, so pena de ostracismo profesional.
Lorenzo Peña
Tres Cantos. 2007-08-27
- El autor permite a todos reproducir y difundir íntegra y textualmente este escrito.
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