Educación para la ciudadanía
IV: Del lavado de cerebro a la represalia ideológica
por Lorenzo Peña
La razón por la cual me opongo a la asignatura «Educación para la Ciudadanía», EpC, es que lesiona la libertad de pensamiento.
La libertad de pensamiento significa dos cosas:
- el derecho de cada individuo a pensar como le dé la gana, a tener cualquier opinión o falta de opinión;
- el derecho de cada individuo y de cada comunidad de individuos a vivir según sus convicciones.
De esos dos componentes de la libertad de pensamiento, el primero es absoluto e irrestricto, mientras que el segundo colisiona a menudo con derechos ajenos y tiene que estar, en consecuencia, más o menos restringido.
El primer componente de la libertad de pensamiento es la dimensión íntima. Constituye un derecho casi ilimitado. Sólo hay dos derechos con tal característica: la libertad de pensamiento --en esta primera faceta íntima-- y el derecho a no ser torturado.
¿Por qué es (casi) absoluta la libertad de pensamiento en su faceta íntima? Porque entre el ejercicio de tal derecho y el disfrute de los derechos ajenos no cabe ninguna colisión directa.
Sí son posibles las colisiones indirectas. Un determinado ejercicio de tal libertad puede consistir en malos pensamientos que causen (en el contexto de unas condiciones u ocasiones propicias) una conducta lesiva para derechos e intereses ajenos o de la propia sociedad. Ésa es la razón por la cual ciertas sociedades han establecido una obligación de pensar de determinada manera, o la prohibición de tener determinados pensamientos.
Tales obligaciones o prohibiciones no fueron, pues, fruto del mero capricho (o no siempre lo fueron), sino conclusiones de un argumento racional, aplicaciones de una regla de lógica jurídica, a saber la de causación ilícita, según la cual causar efectos ilícitos es ilícito: conque, si los malos pensamiento causan malos comportamientos, han de prohibirse.
El error de esos ordenamientos estribaba en no percatarse de que el precio que se pagaba era demasiado alto. Para poner a salvo a la sociedad de posibles efectos de malos pensamientos se sometía al individuo humano a una presión sobre lo que sucediera en su fuero interno que corroía su felicidad.
En las sociedades inquisitoriales, cualesquiera que sean las ventajas que el individuo obtiene de ellas, quedan, al menos en parte, compensadas por el malestar, por la frustración que comporta la obligación de pensar de cierto modo, o la prohibición de pensar de otro modo.
Para tratar de hacer efectiva esa obligación o prohibición, la sociedad tendrá que someter al individuo a algún tipo de examen, o de proceso acondicionador que fomente la indagación de la conciencia, o --como mínimo-- a algún género de presión o coacción para que el individuo interiorice los pensamientos a los que tenga obligatoriamente que adherirse.
Un efecto perverso de tales presiones y coacciones es que los individuos --o, al menos, un cierto número de individuos más sensibles-- se van a sentir presionados y coaccionados, experimentando esa relación como un constreñimiento que les impide formarse libremente su propia opinión o abstenerse de cualquier opinión; un constreñimiento que, imposibilitándoles vivir a gusto, causa infelicidad y malestar.
En su magistral ensayo polémico Practice and Theory of Bolshevism (Londres: G. Allen & Unwin, 1920, p. 151), Bertrand Russell lamenta que en la Rusia soviética se esté instalando, tras la revolución, un sistema educativo que --si bien constituye en muchos aspectos un significativo avance pedagógico, además de llevar la enseñanza a toda la población trabajadora-- involucra un elemento de inculcación ideológica que convierte a todo el país en un «gran colegio jesuítico».
El sistema soviético tuvo sus lados buenos y sus lados malos. Vino a ser como un contrato entre el grupo que acaparó el poder, el partido comunista, y la masa de la población trabajadora: la dirección establecía un sistema socio-económico en el que: no existió el desempleo; era colectiva toda la propiedad de los medios de producción, gestionándose planificadamente al servicio de la satisfacción de las necesidades sociales; se implantó y se fue ampliando la protección social; se castigaban las acciones anárquicas e individualistas que atentaran contra los derechos ajenos; a cambio, quedaban fuertemente restringidas las libertades políticas, e incluso mermada la libertad de pensamiento (entre otras cosas, por esa obligación de los jóvenes de pasar por un sistema educativo en el que algunas enseñanzas estaban teñidas de la ideología oficial).
El sistema occidental se jactó de estar basado en la libertad. Es más, la ausencia de protección social la presentó, durante mucho tiempo, como una consecuencia necesaria de esa defensa de la libertad, que requería el libre ejercicio del derecho de propiedad privada y la libertad de contratación entre los particulares.
Desde el triunfo de la revolución rusa en 1917, casi todos los estados occidentales introdujeron, empero, elementos de socialismo (ciertas nacionalizaciones, una cierta intervención estatal en la economía, una cierta legislación laboral, una cierta protección social). En suma, el estado del bienestar --que, con todas sus limitaciones, fue un logro histórico de gran importancia.
Mas estaban ufanos de que, si bien en esos aspectos no iban tan lejos como el régimen soviético y sus imitadores orientales, en cambio otorgaban una libertad ideológica y política mucho mayor.
Tras el derrumbamiento del sistema soviético en 1991, está en quiebra el estado del bienestar (ya zarandeado desde la crisis económica que se inició en 1973 y desde la ofensiva de las ideas sociales reaccionarias del neoliberalismo que siguió a la derrota de las convulsiones de 1968). Los círculos privilegiados que manejan los resortes ocultos del poder --tras la máscara de una democracia de fachada-- se sentían a sus anchas para ir eliminando una buena parte de las concesiones que, a regañadientes, habían tenido que hacer entre 1918 y 1990 para contrarrestar la influencia ideológica del bloque soviético y de sus ramificaciones (la china, la cubana, la vietnamita y alguna otra más discutible).
Lo paradójico es que, ahora que están libres de esa amenaza, ahora que superficialmente estamos en un mundo unipolar bajo hegemonía norteamericana en el cual nadie cuestiona los valores de la economía de mercado, la propiedad privada y la primacía de los intereses individuales, ahora, no obstante, se van tomando nuevas medidas atentatorias contra la libertad. El pretexto lo brinda la amenaza terrorista.
Tienen lugar muchas medidas atentatorias a la libertad individual: leyes represivas, internamiento de extranjeros indocumentados, secuestros, prisiones secretas, controles de identidad discriminatorios, tipificación de delitos de opinión, práctica de la mordaza y el tabú en toda la red de medios de comunicación salvo el incontrolable internet.
Una medida más es la instauración de la educación para la ciudadanía, que se está generalizando en todo el mal llamado `mundo libre', que va dejando de serlo (si alguna vez lo fue).
El colegio jesuítico universalizado que temía Bertrand Russell para la Rusia soviética en 1920 es la perspectiva que tenemos en el mundo libre en los años venideros.
Ese adoctrinamiento ciudadanista implica dos prácticas, ambas lesivas para la libertad de pensamiento; de las dos, la primera es más benigna y la segunda más maligna.
La faceta más benigna es el lavado de cerebro. Alguien sufre un lavado de cerebro cuando viene sometido a inculcación ideológica; por `inculcación' entiendo una serie de prédicas, sermones, u otros mensajes que comportan estas cuatro características:
- 1ª.-- Insoslayabilidad: el destinatario del mensaje no puede zafarse o sustraerse a la recepción de tales prédicas.
- 2ª.-- Repetitividad: los mensajes son reiterados, recurrentes, de modo que el destinatario puede llegar a sentirse agobiado, acosado, asediado, hastiado.
- 3ª.-- Asimetría: el destinatario no está en tales relaciones en una condición de igual respecto a los emisores del mensaje, no siendo dable una respuesta de tú a tú ni teniendo posibilidades equitativas de criticar el contenido de los mensajes desde otro punto de vista.
- 4ª.-- Culpabilización: los mensajes comportan una carga de estigmatización de las opiniones o las valoraciones disidentes, de las expresiones de disconformidad con el contenido vehiculado, de suerte que, cuando el destinatario se atreve a discrepar, se siente cohibido, molesto, en falta, por su osadía de apartarse de los valores socialmente admisibles.
Todo lavado de cerebro es una violación de la libertad de pensamiento. A título de excepción cabe admitir un cierto grado de lavado de cerebro en el ámbito puramente doméstico, o en el interior de asociaciones privadas voluntarias. Aun en esos casos se produce una colisión o contradicción entre la libertad de pensamiento individual y la práctica de tales lavados de cerebro; pero --hasta un cierto límite-- prevalecen otros derechos: el derecho a la intimidad matrimonial y familiar, el derecho a la autonomía de la voluntad, la libertad de asociación y la de contratación.
Pasamos a la faceta más maligna, que consiste en la represalia ideológica. Hay represalia ideológica cuando el individuo viene sometido a unos controles de ajuste mental a la norma establecida, de suerte que, en caso de que disienta, sufrirá una sanción.
Hasta ahora los únicos controles son los del interrogatorio, acompañado eventualmente por la observación del comportamiento del sospechoso. No hay todavía máquinas de la verdad. El interrogatorio puede tener lugar en condiciones muy diversas.
Para defenderse de esta maligna agresión, el individuo cuenta con el arma del disimulo, esa tabla de salvación a la que nos hemos agarrado los náufragos del libre pensamiento desde que el mundo es mundo.
Puede haber lavado de cerebro sin que haya represalia ideológica. En teoría podría haber represalia ideológica sin lavado de cerebro, pero dudo que eso se haya dado nunca.
Si algunas prácticas de lavado de cerebro se pueden tolerar en el seno de la familia y en el de asociaciones privadas, no creo que sean admisibles las represalias ideológicas, que constituirían coacciones, tal vez en ciertos casos punibles. Es verdad que en una pareja de novios el uno puede romper libremente la relación si se entera de que el otro tiene ciertas ideas, pero eso no constituye una represalia ideológica, ya que la relación es libre por ambas partes. En cambio los padres no tienen derecho alguno a denegar alimentos o cobijo o educación o cariño a un hijo con ideas que a ellos les resulten aberrantes.
La EpC instaura en todos los colegios de España un régimen de doble atentado contra la libertad de pensamiento: establece no sólo el lavado de cerebro sino también la represalia ideológica.
Así, poco a poco, vamos soportando muchas de las lacras que temía Bertrand Russell para la Rusia soviética, sin poder disfrutar, a cambio, de las ventajas que comporta la supresión de la propiedad privada de los medios de producción.
- El autor permite a todos reproducir y difundir íntegra y textualmente este escrito.
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