El significado del Dos de Mayo
por Lorenzo Peña
Madrid. 2008-04-05
A lo largo del siglo XIX la conmemoración del Dos de Mayo de 1808 constituyó un toque de rebato de las masas populares en su lucha por una España mejor, más avanzada, más libre, más justa, contra todos los opresores, contra los privilegiados perpetradores de injusticias.
La conmemoración del Dos de Mayo alcanzó particular relieve y respaldo gubernamental en los períodos del liberalismo avanzado: 1820- 23, 1837-43, 1854-56, 1868-74. En cambio, el poder puso sordina a las conmemoraciones en los períodos reaccionarios o conservadores (como los del absolutismo fernandino, la década moderada de 1844 a 1854 y la Restauración).
Ya en el siglo XX la insurrección del pueblo madrileño del Dos de Mayo de 1808 será especialmente recordada con emoción y como fuente de inspiración sobre todo en el Madrid de la guerra civil de 1936-39, principalmente en la propaganda del partido comunista y de sus colaboradores (D. Ángel Ossorio y Gallardo, el poeta Antonio Machado y tantos otros). Hasta donde yo sé, esa evocación no existió o fue, en todo caso, mucho menor en la pluma y la palabra de los socialistas.
Recuperado y capitalizado el Dos de Mayo por el régimen nacional- sindicalista de 1939, será el propio despotado de Franco el que haga entrar en un declive y en una preterición definitiva todas las conmemoraciones. La Jornada dejó de ser fiesta nacional.
En los años 60 y 70 la celebración fue retomada por los sectores más radicales de la clandestinidad antifranquista. Ulteriormente, y a raíz de la transición, se desnaturalizó al convertirse en Día de la pseudo-comunidad de Madrid.
El Dos de Mayo de 1808 el levantamiento del pueblo madrileño contra el invasor constituyó el inicio de la primera guerra revolucionaria de los tiempos modernos --que es, en rigor, la primera guerra revolucionaria de todos los tiempos. Una guerra contra el opresor, una guerra contra la violación del orden legal por los poderosos, contra los perpetradores de una violencia armada que interrumpía la continuación de la normalidad jurídica precedente y a la vez pretendía someter por la fuerza la voluntad popular.
Cualesquiera que fueran sus otras características y las ideas o aspiraciones de sus anónimos protagonistas populares --que, por decenas de miles, combatieron como pudieron en aquella gloriosa jornada contra el principal ejército de Europa--, lo esencial es que se levantaron en armas contra un opresor que, por la fuerza militar, violentando el orden legal y constituido, quiso imponer al pueblo español un duro yugo, el cual consistía, ni más ni menos, en que nuestro pueblo estuviera a las órdenes de Francia y le sirviera para lo que gustara: hombres, dinero, naves, cosechas, tierras (se tramaba la anexión a Francia de la margen izquierda del Ebro); por mucho que tal sojuzgamiento pretendiera disfrazarse de civilizatorio, cual lo han hecho todos los colonizadores.
Más que la insurrección popular del Dos de Mayo, en sí misma, lo que desencadenó la sublevación de todo el pueblo español contra los franceses tres semanas después fue el sanguinario aplastamiento de la lucha popular, una despiadada represión que, si enluteció a miles de familias madrileñas, provocó un odio a muerte al invasor --odio prácticamente unánime que explica el desenlace de la contienda.
La guerra revolucionaria y antiimperialista del pueblo español en 1808-1814 marcó así el primer jalón en la cadena de luchas insurreccionales de los pueblos oprimidos. A lo largo del siglo XIX algunas de ellas triunfarían (las de Serbia y Grecia contra el yugo otomano; la del pueblo mexicano contra el la agresión de Napoleón III; la del pueblo etíope contra la agresión del colonialismo italiano); pero en su mayor parte fracasaron: fracasó la del pueblo argelino contra Francia entre 1830 y 1860; fracasó la de la India contra Inglaterra; fracasó la revolución Taiping en China; fracasaron todas las demás guerras de resistencia anticolonialistas en Asia y África; fracasó incluso la revolución garibaldina en Italia (aunque fue la ocasión de la unificación italiana bajo la batuta de la casa de Saboya).
Sólo entrado el siglo XX tendrán lugar nuevas guerras de liberación antiimperialistas (Indonesia, Vietnam, Argelia, Camerún, Malaya, Filipinas, Zimbabue, Palestina), varias de las cuales --no todas-- acabarán triunfando; guerras que --pese a las muchas diferencias-- no dejan de guardar significativas semejanzas con la guerra de la independencia española de 1808-1814.
Al igual que la contienda española de 1808-1814, esos otros conflictos han tenido un carácter múltiple, con líneas de demarcación oscurecidas y cambiantes, con perfiles equívocos y ambiguos de algunos de los agentes políticos y militares, con aspectos atractivos y repulsivos en uno y en otro bando, como siempre sucede en todos los conflictos humanos. Cielo e infierno, bien y mal, no combaten nunca perfectamente alineados el uno contra el otro; en las falanges infernales siempre hay hombres de buena intención (al menos inicialmente), conductas al menos en parte merecedoras de elogio (aunque sólo sea por el mal que no han hecho), al paso que en las cohortes celestiales, o en las filas del bien, nunca faltan los oscurantistas, los fanáticos, los vividores, los aprovechados.
Mas fijarse sólo en eso, perder de vista lo esencial, es un error de mirada que puede tener varias causas, siendo probablemente la más frecuente la de desconocer las diferencias de grado. Cuando se señalan facetas positivas de un lado, facetas negativas del otro, siempre hay que calibrar, no sólo si existen, sino cuánto existen, en qué medida actúan, hasta qué punto determinan la orientación general, la marcha y el sentido de la acción colectiva en el bando respectivo.
Sin calibrar el grado de presencia y de acción causal de los diversos componentes de un gran acontecimiento histórico, enumerando meramente tales o cuales rasgos o factores (una enumeración que siempre es selectiva y olvidadiza de otros muchos elementos que también tuvieron lugar), es imposible ser veraces. Y la veracidad es justicia.
Tenemos un deber de memoria, tenemos un deber de verdad, porque tenemos un deber de justicia. Justicia para con nuestros antepasados y para con nosotros mismos. Verdad y justicia que sacrifican quienes, sin reparar en graduaciones, lo allanan todo en un magma indiferenciado o escogen arbitrariamente tales o cuales rasgos que les place destacar porque ello se adapta mejor a sus prejuicios o a sus esquemas.
Dos siglos después de que el pueblo español se levantara en armas por una causa justa (su independencia nacional y el rechazo al golpe militar de Napoleón Bonaparte) hoy en España, lamentablemente, lleva ganada la batalla de la opinión el bando de nuestros enemigos, el bando afrancesado.
En 1808 estaban al lado del invasor francés: la corte; los príncipes e infantes de la casa de Borbón; los cardenales, arzobispos y obispos; los generales y altos mandos del ejército; los presidentes de las audiencias; los gobernadores e intendentes; todas las autoridades civiles y militares, que secundaron y respaldaron su golpe de mano y que enviaron representantes a Bayona para rendir pleitesía a José Bonaparte y que lo agasajaron como Rey.
Pero la masa popular, que constituía el 99% de los españoles, rechazó ese entreguismo vendepatria y se levantó en armas entre el 21 de mayo y fines de junio de 1808. Siguió entonces habiendo un sector de la grandeza, de la corte, de la intelectualidad más renombrada que se mantuvo adicta al régimen intruso; pero la gran mayoría de las clases altas se vio forzada a pasarse (con entusiasmo o sin él) al bando patriota.
Hoy, sin embargo, la opinión española es preponderantemente favorable a la agresión napoleónica. Erróneamente ve en el Corso un introductor de algunos principios de la revolución francesa, aunque fueran ya un tanto descafeinados. Se ve en su golpe militar en España una ocasión magnífica para la modernización de España, para la introducción del sistema constitucional y de las libertades públicas. Igualmente se ve en la España patriota --que en 1812 promulgaría la constitución de Cádiz (con mucho la más avanzada de su época)-- una España negra, que lucharía por la inquisición, por lo rancio y tradicional, que se resistiría a los progresos que, aunque fuera por las malas, quería imponerle Napoleón.
No es de extrañar que en 2008 muchos de la oligarquía financiera y terrateniente piensen así. Aunque con otros individuos --por el paso de las generaciones y las mutaciones económicas-- fue esa clase social la que secundó en 1808 los planes sojuzgadores de Napoleón. Pero hay una causa más poderosa del proimperialismo de muchos de nuestros oligarcas de hoy. La oligarquía española detesta y aborrece al pueblo español, contra el cual ha llevado a cabo --con el apoyo nuevamente del imperialismo extranjero-- la guerra civil de 1936-39. Esa contienda sigue viva en nuestra memoria histórica colectiva. Y, de resultas de ella, nuestra oligarquía se aferra, como a un clavo ardiendo, a la alianza con las potencias imperiales del Norte, eso que llaman «nuestro entorno», o sea la guarida de nuestros enemigos seculares: Inglaterra, los estados unidos, Francia y Alemania, esas potencias dizque amigas que siempre quisieron humillarnos y despedazarnos --y que hoy, de nuevo, están dispuestas a destrozar a España atizando y manipulando a los separatismos septentrionales (nuestras «ligas Norte» de la Península Ibérica).
Ser hoy pro-francés con relación a 1808 es un modo de justificar ser pro-NATO y apoyar las guerras imperialistas de Irak y Afganistán, tan similares a la que libró la Francia napoleónica contra el pueblo español.
En las filas de lo que se llamó o se sigue llamando «izquierda» la justificación de la agresión napoleónica tiene caracteres y explicaciones en parte diversos, y en parte coincidentes. Hay coincidencia en tanto en cuanto una parte de esa «izquierda» se ha convertido en un nuevo agente y representante político de la oligarquía financiera y terrateniente borbónica. Hay diversidad en tanto en cuanto otro sector de la «izquierda» secunda las tesis secesionistas, con la fatua y vana esperanza de, abriendo una brecha en el muro de la vigente constitución monárquica, quebrantarán el status quo, o con la esperanza de atraerse a un número de personas embaucadas por el secesionismo --un secesionismo tal vez aguado o templado; quienes apuestan por ese tipo de orientación (y no son dos o tres) desean deslindarse de todo lo que sea patriótico y hasta evitan pronunciar el nombre propio «España»; de ahí que se desmarquen cuanto puedan de cualquier visión de la historia que tenga un signo patriótico- español. También hay otros sectores que simplemente ven la historia tras el cristal ahumado de unos esquemas abstractos, en ideologizaciones estereotipadas y aferrándose a clichés que no tienen en cuenta la riqueza y complejidad de lo real. Con tales actitudes es fácil encasillar cada hecho histórico; y encasillarlo mal.
En 1908, al cumplirse el primer centenario del Dos de Mayo, el gobierno conservador de D. Antonio Maura boicoteó las celebraciones, hasta que el rey Alfonso XII --que no era tonto-- se percató, en el último minuto, de la utilidad para el trono borbónico de ponerse a la cabeza de las conmemoraciones. Maura, ausente de Madrid para descansar, regresó precipitadamente a la Villa.
Un siglo después se repiten varios hechos, aunque naturalmente con modalidades muy diferentes. También ahora ha habido algunas personas que, a título de excepción, dentro de la oligarquía borbónica, se han percatado de que había que recordar la lucha popular del pueblo madrileño con el respeto y admiración que merece, como el punto de arranque de la España moderna. Inicialmente han sido pocas. Cuando ya se aproximaba el bicentenario, ¿cuántas actividades se habían programado? ¿Qué participación de las instancias oficiales?
Las conmemoraciones previstas eran pocas. A última hora se han organizado otras; y, puesto en marcha el tren de tales recordaciones colectivas, se han subido al mismo --con un oportunismo que continúa el de las clases altas en el verano y el otoño de 1808-- una serie de individuos que hasta ayer ni parecían en absoluto interesados por la memoria de 1808; y, de estarlo, tal vez del lado del invasor más que del lado nacional.
Es ese contexto el que otorga un valor destacado a una de las celebraciones genuinas de la epopeya del pueblo español: el Simposio sobre el Bicentenario de 1808 organizado por el Grupo de Estudios Lógico- jurídicos (JuriLog) que, con el tema «Las bases axiológico- jurídicas del constitucionalismo español» se va a celebrar en el Centro de ciencias humanas y sociales, en la calle Albasanz 26 de Madrid (zona de Ciudad Lineal) los días 17 y 18 de abril de 2008. ¡Ojalá que haya una afluencia masiva, como lo merece el recuerdo de los héroes populares del Dos de Mayo!
Las informaciones se pueden hallar en la pág:
http://jurid.net/jurilog
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