Estudios republicanos (1)
Republicanismo frente a ciudadanismo
por Lorenzo Peña
Acaba de publicarse mi libro Estudios republicanos: Contribución a la filosofía política y jurídica por la editorial Plaza y Valdés (www.plazayvaldes.es)
En este libro presento un nuevo enfoque de la filosofía política, el republicanismo fraternalista o republicanismo radical.
En este primer artículo de comentario voy a señalar la fisonomía propia de ese enfoque dentro de la actual filosofía política.
Las palabras sufren devaluación como las monedas. Hoy circula el marchamo «republicanismo» para designar una corriente de pensamiento que poco o nada tiene de republicana. Trátase de una corriente de pensamiento anglosajona, subsumida en la familia individualista y privatista, que proclama su estirpe intelectual como originada en ciertos autores ingleses del siglo XVII cuyo relevo habrían tomado, a mediados del siglo XVIII, los fundadores del independentismo norteamericano (Jefferson, Hamilton, Madison, Adams); tal corriente tendría hoy como uno de sus adalides al que fuera colega mío en Canberra durante un semestre (1992-93), Philip Pettit. Esa corriente se publicita como una alternativa a sendas formas de individualismo aún más radicales que representan --cada uno a su modo-- Rawls y Nozick.
Esa corriente no es un republicanismo, siendo incluso un tanto irónico y hasta un contrasentido histórico que así se haya presentado. Y es que en el mundo anglosajón (en el que no incluimos las repúblicas afroasiáticas donde el inglés sea una lengua oficial) efectivamente las ofertas republicanas o son las de la revolución inglesa de 1640-1660 o son las del independentismo norteamericano de la segunda mitad del siglo XVIII.
Ambas ofertas pertenecen a un pretérito totalmente superado, a sociedades esencialmente agrarias de pequeña o mediana propiedad rural donde los esfuerzos en pro del bienestar eran asunto privado de cada dueño de un predio --o todo lo más de la cooperación privada entre varios agricultores-- y donde los servicios públicos se limitaban casi sólo a las funciones de administrar justicia y de vigilar la quietud y el orden, además de mantener una milicia o una fuerza militar disuasoria.
Eso explica que una constitución como la actual de los estados unidos, redactada en 1787 (y sólo modificada posteriormente con unas pocas enmiendas), sea profundamente reaccionaria, reflejando un orden de cosas que tiene que repugnar hoy a cualquiera que la lea en comparación con las constituciones de nuestro tiempo.
Ese pseudorrepublicanismo anglosajón --que se llama mejor «ciudadanismo»-- es otra variedad más de la filosofía política individualista. Su aportación estriba en preconizar que la ciudadanía adopte unas virtudes cívicas de participación en la vida política y que asuma los valores profesados en común, mientras que las corrientes de impronta más liberal dejan a los particulares dueños de tener tales virtudes o no y de compartir esos valores o no.
Por lo demás todas esas corrientes anglosajonas son coincidentes en ver las actividades de busca del bienestar, de organización laboral y económica, como pertenecientes a la esfera privada (aunque no forzosamente individual), como un terreno en el que el poder público no debe adentrarse.
Eso sí, se admiten ciertas políticas redistributivas por algunos de los individualistas (o quizá diríamos mejor privatistas). En el caso de los ciudadanistas, esa redistribución suele pasar por una renta ciudadana, una asignación que permitiría vivir holgadamente (o dignamente) sin trabajar y que el Estado se obligaría a pagar a cada ciudadano adulto por serlo, incondicionalmente. Ésa es la vertiente presuntamente social del ciudadanismo, que --bajo el magisterio del filósofo belga Philippe van Parijs-- se ha centrado en esa supuesta «vía capitalista al comunismo», frase genial pero que esconde una gran mentira; mentira porque, felizmente, no es verdad que vivamos bajo el capitalismo (no lo es cuando la mitad del PIB pertenece al sector público); y mentira porque, de aplicarse su receta, el resultado no sería nada parecido al comunismo, sino un capitalismo cuyas lacras sociales estarían atenuadas (en aquellos países en los que se pudiera establecer esa renta).
Y es que la renta ciudadana se establecería como un porcentaje del PIB por habitante. ¿Cuál es éste? Extraigo los siguientes datos del libro L'état du monde 2008 (París: La Découverte, 2007); refiérense al PIB en dólares, corregido al poder de compra (PPA) en 2006: USA 43444; Canadá 35494; Dinamarca 36546; Irlanda 44087; Alemania 31095; Japón 32647; Italia 30735; México 11249; Brasil 9108; Ecuador 4776; la India 3737; China 7598; Ceilán 5271; Marruecos 4956; Angola 3399; Haití 1835; Nigeria 1213; Malí 1300; Mozambique 1500; Gana 2771; Madagascar 989; Sierra Leona 888; Tanzania 801; Congo-Kinshasa 850; Burundi 680; Yemen 759; Somalia 600.
Dejando de lado todos los demás efectos deletéreos de la renta ciudadana (que discuto en este libro y que ya estudié en parte en mi libro anterior, co-autorado con Txetxu Ausín, Los derechos positivos, de la misma editorial), vamos a suponer que cada país dedica a esa renta un porcentaje de su PIB-PPA. El límite sería, me imagino, el 50% porque, si no, nadie trabajaría. Un somalí recibirá en renta básica de, a lo sumo, 300 dólares (en realidad mucho menos, porque hemos traducido la suma real al etéreo concepto de «paridad de poder de compra»). Y eso no da, ni en Mogadishu ni en ningún lugar del mundo, ni siquiera para el sustento.
Los ciudadanistas no proponen una redistribución global de la riqueza ni un desarrollo de las fuerzas productivas, que ven como un concepto marxista superado. Ese desarrollo de las fuerzas productivas no lo defiende hoy prácticamente nadie, ni siquiera los auto-denominados marxistas. Están de moda las corrientes ecologistas que preconizan el decrecimiento. La excepción la constituye justamente el autor del libro aquí comentado, quien, al irse separando de las ideas de Marx con el transcurso de los años, ha seguido siendo adepto de algunas de ellas, que no son precisamente las que ha recogido la nueva vulgata pseudo-marxista (que es una incoherente mezcla de ecologismo, socialdemocracia, dogmas de teoría económica del siglo antepasado, veneración de iconos y abstractas proclamas revolucionarias desligadas de cualquier plan de hacer una revolución).
A diferencia del ciudadanismo y las corrientes afines, el republicanismo que se propone en mi libro es el que nos viene de otras tradiciones muy diferentes, como son: el republicanismo jacobino francés de 1793 y el fraternalismo de la segunda República francesa, la de 1848; el republicanismo español decimonónico, con figuras como la de Fernando Garrido Tortosa (1821-1883); el republicanismo colectivista de Joaquín Costa a la vuelta de los siglos XIX al XX; el de nuestras dos repúblicas (la de 1873 y, mucho más, la de 1931); más en concreto, las ideas jurídicas --de inspiración krausista, en buena medida-- de los redactores de la Constitución republicana de 1931, como Fernando de los Ríos, Adolfo González-Posada y Luis Jiménez de Asúa; el republicanismo radical y solidarista que se desarrolló en Francia con la III República: Léon Bourgeois, Léon Duguit, Georges Scelle, Alfred Fouillée (que guarda cierto parentesco con otras corrientes de la época, como el socialismo de cátedra alemán de Adolf Wagner y el fabianismo inglés).
Ésa es la inspiración de mi libro. Pero, naturalmente, en una perspectiva evolutiva, cumulativista (como lo es todo mi pensamiento filosófico), en la cual esas ideas no se toman más que en su proyección histórica, como elementos de reflexión pero siempre con la mirada más atenta a la praxis jurídica y a los hechos históricos y sociales que a las teorizaciones.
A tenor de mi propuesta, es menester el Estado económicamente planificador e intervencionista (hoy más que nunca), porque los afanes en pro del bienestar no son asunto privado, sino tarea pública y colectiva, a través de las funciones que incumben a la República de creación colectiva de riqueza y de servicio público. El republicanismo fraternalista o radical que propongo es, pues, una filosofía de lo público, en la cual los hombres, para vivir mejor, trabajan en común, a través de establecimientos de iniciativa pública.
En otros aspectos, sin embargo, mi propuesta es mucho más liberal que la de los ciudadanistas, pues rechazo tajantemente que los habitantes del territorio estén obligados a tener virtudes cívicas y, aún más, a adherirse a los valores profesados por el Estado. (Su obligación es sólo la de contribuir al bien común --en la medida de sus posibilidades--, correlativa a su derecho a participar en el bien común según sus necesidades; asumo, pues, totalmente, el principio de Carlos Marx en su Crítica del programa de Gotha, siendo ésa otra de las constantes que he conservado de mi juvenil adhesión al marxismo). Por eso el derecho a trabajar es, a la vez, un derecho y un deber (aunque el tipo de trabajo que se realice puede ser muy variado; el deber de trabajar es el de no vivir voluntariamente en la ociosidad).
Mi propuesta jurídico-política para España es la de una República basada en los valores e ideales del fraternalismo radical que inspiraron la Constitución de 1931 (nunca legalmente abrogada y, por lo tanto, con algún grado de vigencia residual todavía hoy); una República unitaria de trabajadores de toda clase, en la perspectiva de una República universal que implique un reparto global de la riqueza, saldando la deuda histórica del norte con el sur del Planeta.
Lorenzo Peña
Tres Cantos. 2009-05-07
El autor permite a todos reproducir textual e íntegramente este escrito
V. también: http://lp.jurid.net/books/esturepu
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