Estudios republicanos (2)
República, historia y oligarquía
por Lorenzo Peña
Prosigo en este artículo los comentarios a mi libro Estudios republicanos: Contribución a la filosofía política y jurídica [recientemente publicado por la editorial Plaza y Valdés (www.plazayvaldes.es)]
En nuestra Patria la oligarquía financiera y terrateniente, adicta a la dinastía borbónica, fraguó, auspició y dirigió la sublevación militar del 18 de julio de 1936, tramada desde Roma por su exiliada majestad, D. Alfonso de Borbón y Habsburgo-Lorena.
Esa misma oligarquía sigue siendo beneficiaria de la nueva monarquía borbónica instaurada en la Transición --en parte como continuación del régimen precedente y en parte como transformación del mismo.
Esa misma oligarquía bancaria y latifundista propició el apoyo que a la sublevación acaudillada por el General Franco otorgaron las potencias «de nuestro entorno»: los reinos de Italia y de Gran Bretaña, el Imperio Alemán --bajo la jefatura de su canciller, Adolfo Hitler--, la Francia colonialista y los estados unidos. (A la patulea de auxiliadores de la guerra fascista contra la España legal habría que añadir otra serie de Estados occidentales, que nos quieren presentar como adalides de la excelsa cultura europea --particularmente Hungría y Polonia cuyos herederos constituyen los actuales regímenes de Budapest y Varsovia.)
De esos cinco gobiernos imperialistas, los de París y Washington actuaron solapadamente tras una fingida neutralidad; el de Londres manifestaba a las claras sus simpatías hacia el bando sublevado y fue, como siempre, maestro en el manejo de sutiles triquiñuelas con visos de juridicidad (fue la pérfida Albión quien forjó el simulacro de la presunta no-intervención, que de tal sólo tuvo el nombre). Las potencias del Eje, Roma-Berlín, intervinieron abiertamente contra la República Española.
España tuvo dos aliados: Rusia y México. (No es casual que sea hispano-mexicana la editorial que ha acogido mi libro.)
Los padecimientos del pueblo español no terminan en 1939. El martirio colectivo se prosigue durante decenios de sanguinario régimen totalitario. (No uso la palabra «totalitario» en ningún sentido de esos alambicados a la Hannah Arendt, ni con la carga que le dan los antiestatistas --el estado que absorbe la sociedad, lo cual presupone el distingo conceptual entre sociedad y estado que precisamente critico en este libro. Uso esa palabra para nombrar a quienes así se nombraron, y en nuestro caso al despotado de Francisco Franco, que se aferró ávidamente a ese vocablo como un eufemismo para designar a una tiranía ilimitadamente arbitraria y cuya personalización llegó a una cima jamás antes --ni después-- alcanzada en la historia mundial.)
A lo largo de ese calvario, las cinco potencias occidentales --Alemania, Italia, Inglaterra, Francia y los estados unidos--, aun atravesando cambios de régimen político en algunos casos, mantuviéronse como puntales de la tiranía franquista, incluso cuando ésta atravesaba horas difíciles al terminar la segunda guerra mundial. Nuevamente Rusia y México son casi las dos únicas naciones que nunca han figurado entre los que, amigos de Franco, fueron --por ello mismo-- enemigos de España.
Nuestra historia nos lleva a converger con las reivindicaciones del sur frente al norte. Ése es otro tema muy presente en el libro que estoy comentando (concretamente lo que argumento en el último capítulo, a propósito de la I Conferencia Internacional de Durbán en septiembre de 2001). Hay un motivo de queja del pueblo español contra las cinco grandes potencias occidentales y hay un motivo de queja de los pueblos afroasiáticos contra esas mismas potencias y contra sus socios de la alianza noratlántica (particularmente contra los que ejercieron una dominación colonialista, como Holanda, Bélgica y Portugal).
La situación española es ambigua. De un lado, y según lo he señalado, la historia del siglo XX ha situado al pueblo español junto a los de los países subyugados del sur frente a las grandes potencias occidentales y las oligarquías internas asociadas a ellos. De otro lado, hubo un colonialismo español --ciertamente de poca monta-- en la minúscula franja mediterránea de Marruecos y en otros territorios enanos, como Fernando Poo y Río Muni (hoy Guinea Ecuatorial).
Por ese costado, España entra, en esa divisoria, en la vertiente de los países contra los que se reclama. Pero ¿cuál y cuánta es la significación real de ese colonialismo español? ¿Cuál es su significación en términos de masa o volumen (criterio decisivo desde mi metodología cumulativista)? Para la historia del pueblo español, la guerra de Marruecos fue muy importante. Para la historia de los pueblos del sur en su conjunto, ese colonialismo español en África es un fenómeno irrisorio en comparación con los imperios coloniales de Italia, Bélgica o Portugal, para no hablar ya de los de Francia e Inglaterra (o el de Alemania hasta terminar la I guerra mundial).
Mayor significación histórica tiene, pues, el primer aspecto: el pueblo español fue víctima del imperialismo de las potencias occidentales, que respaldaron, de un modo u otro, la destrucción de la República Española en 1936-39 y la consolidación del régimen totalitario.
Así, el pueblo español tiene una reclamación válida no sólo contra su oligarquía interna sino también contra los socios externos de la misma, principalmente esas cinco potencias imperiales.
Trabajamos --junto con muchos otros-- por recuperar la memoria republicana del pueblo español, la de su resistencia antifascista y de los valores que encarnó la República entre nosotros. Esa tarea confluye con el rescate del recuerdo colectivo de los pueblos humillados y oprimidos de Asia y África frente al consorcio atlántico. No es, pues, casual que el recuerdo colectivo del pasado se vincule, en este libro, a la reivindicación de una reparación por daños infligidos, en un caso como en el otro, porque hay entre ellos una triple afinidad: (1) adversario común (destinatario de la reclamación); (2) origen del mal infligido: al igual que los pueblos afroasiáticos, también el español luchó por su independencia nacional en 1936-39, ya que la victoria de la oligarquía interna acarreaba una subordinación a intereses foráneos; (3) fundamento jurídico: al igual que el sujuzgamiento de los países del tercer mundo se llevó a cabo destruyendo, violenta e injustamente, su ordenamiento legal previo, la demolición de la República Española significaba una agresión contra la legalidad preestablecida.
En el caso de España, se trata de exigir que el pueblo español reciba una compensación por el daño colectivamente sufrido (la guerra civil, la destrucción de la República, la instauración del Reino) que corresponde pagar a ese colectivo difuso que es la oligarquía, así como a sus respaldantes foráneos, las cinco potencias adversas del norte ya mencionadas (cada una en la medida en que haya auxiliado la sublevación fascista o la consolidación del régimen de opresión del pueblo español). Abordo esa cuestión en el cp. 4 del libro.
Lo que propongo es una contribución especial --un tributo sobreañadido a otros ya existentes, e independiente de ellos-- que corra a cargo de las familias oligárquicas (concepto jurídico indeterminado pero determinable), de los círculos de la alta sociedad, en tanto en cuanto sea presumible un nexo, directo o indirecto, con los sectores adinerados que favorecieron la implantación del régimen totalitario antirrepublicano y se beneficiaron de él.
La ley podría presumir ese nexo en las grandísimas fortunas y en las familias portadoras de títulos nobiliaros. El tributo que les correspondería pagar podríamos concebirlo como una contribución de paz, consistiendo en una devolución de riqueza o una indemnización fiscal por enriquecimiento injusto (mezclando --según lo demanda el asunto-- conceptos de derecho financiero y de derecho civil).
Lo que yo propondría sería muy poco: un tipo impositivo del 1% anual sobre el valor anualmente actualizado de las grandísimas fortunas (digamos de más de 30 millones de euros), de los grandes latifundios (p.ej los de más de medio millar de hectáreas) y de los títulos nobiliarios (tasados según el valor estimable en un mercado virtual, con métodos objetivos). El impuesto se extinguiría a los 99 años; no sería, pues, confiscatorio, ni siquiera en el módulo de un siglo. (Por otro lado habría que otorgar a los obligados tributarios la opción de renunciar, a favor del Estado, a los bienes gravados, quedando así exonerados del tributo.)
También habría que exigir que contribuyeran a esa compensación las ya citadas potencias extranjeras --en medidas que la ley o los tribunales podrían fijar con criterios razonables y ponderados, y siempre calculando por lo bajo. Habría que disminuir las contribuciones españolas a organizaciones supranacionales (especialmente la Unión Europea) en función de esa reclamación, que se tendría que plantear ante el Tribunal Internacional de La Haya.
¿Quién percibiría la contribución? No los particulares, no los descendientes de las víctimas individuales, sino el Estado español --víctima colectiva--, para dedicar la suma así recaudada al bien común de la población española en su conjunto (incluida la propia oligarquía, la cual no quedaría excluida de beneficiarse de esas mismas obras y actividades así financiadas).
Si ahora pasamos al caso de los pueblos oprimidos por el colonialismo, corresponderá pagar la compensación a las potencias colonialistas (y aquí también el Estado español tendrá que aportar lo que le ataña, además de lo que habría que pagar como indemnización por la esclavitud y la trata negrera). Corresponderá percibirla a los pueblos oprimidos, representados por sus gobiernos nacionales. La espinosa cuestión de las eventuales condiciones prefiero abordarla con el principio de que sólo a los pueblos respectivos incumbe decidir si sus gobernantes son buenos o si merecen ser derrocados; mientras estén ahí, hay una presunción de que son competentes para disponer cómo gastar las sumas que se pagarían en concepto de compensación por el yugo colonial.
Para cerrar este artículo voy a precisar algunos puntos adicionales. Sé que se me va a reprochar preconizar una política del resentimiento. Yo reclamo el derecho al resentimiento. En otro libro (mis Hallazgos filosóficos [1992], hoy agotado) defendí ese derecho como una forma válida de legítima vindicta, que castiga al culpable a soportar la rememoración de lo sucedido, la proclamación de la verdad de unos hechos pretéritos pero que no han pasado del todo.
Frente a quienes reclaman acudir en estos casos a la justicia penal --buscar culpables individuales y castigarlos--, yo pido que se prescinda completamente de la vía penal, porque discrepo de la tesis de la imprescriptibilidad de los crímenes contra la humanidad (concepto, ése sí, jurídicamente insalvable en buena filosofía del derecho). Creo que el transcurso del tiempo basta para cerrar las responsabilidades penales, y mucho más las individuales. Mas sí defiendo una punición moral, el castigo de que quienes, herederos de los perpetradores, se sigan beneficiando del fruto de la fechoría tengan que soportar el verídico recuerdo colectivo de los hechos, además de, en determinados supuestos, estar sujetos a la contribución de paz.
Por último, aclaro que no pido --ni admito-- arrepentimientos o lamentaciones. No queremos compunción ni que pidan perdón; queremos que paguen compensación. Incluso a los obligados tributarios --según mi plan-- sería lícito pensar como les diera la gana y no sentir pesadumbre ni nada por el estilo, e incluso decir que se siguen alegrando de lo que pasó (como no dejan de hacer). Lejos de mí proponer que se cercenen las libertades de palabra o de pensamiento.
Lorenzo Peña
Tres Cantos. 2009-05-12
El autor permite a todos reproducir textual e íntegramente este escrito
V. también: http://lp.jurid.net/books/esturepu
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