ESTUDIOS REPUBLICANOS (7-1)

Estudios republicanos (7)
La República Española y sus enemigos (Razones para oponerse a Occidente)

[1ª Parte]


Continúo aquí mi serie de comentarios al libro Estudios republicanos: Contribución a la filosofía política y jurídica, recientemente publicado por la editorial Plaza y Valdés (www.plazayvaldes.es).

Mi libro es una obra académica. Al escribirlo traté de atenerme a los cánones que rigen un trabajo de investigación universitaria: usar un lenguaje sobrio --sin prodigar ni loas ni vituperios--; abstenerse de exhortaciones; basar las afirmaciones en pruebas y en análisis conceptuales; documentar los asertos fácticos con datos o referencias; aducir bibliografía pertinente; seguir el hilo conductor de la exposición con un plan demostrativo, claro y racional.

Sin embargo, el libro aspira a ser algo más que una monografía erudita sobre el republicanismo español (en sus cinco facetas: la filosófico-política, la jurídico-constitucional, la histórica, la axiológico-doctrinal y la de proyección internacional). Quiere también servir de soporte argumental de una propuesta al debate ciudadano a favor de ese mismo republicanismo español.

En este suelto voy a comentar uno de los aspectos de mi alegato, a saber: mi tesis de que, en nuestras concretas condiciones históricas, el republicanismo español tiene que afrontar la hostilidad, no sólo de la oligarquía borbónica española, sino del conglomerado que se denomina «Occidente», habiendo motivos para que quienes lo reivindican se alineen en una postura netamente anti-occidentalista, buscando coincidencias con aquellos que, en el mundo de hoy, cuestionan la supramacía occidental.

Baso mi argumentación en un estudio histórico. Sostengo que la defensa del republicanismo español, encarnado en la II República, constituyó una continuación de una lucha nacional hispana, siendo lógico que tuviera que enfrentarse, como se enfrentó, a los enemigos de España: Alemania, Inglaterra, EE.UU, Italia y, en buena medida, Francia; o sea a lo que nuestras actuales élites borbónicas llaman «los países de nuestro entorno».

Mi libro muestra que la instauración de la dinastía borbónica (en la Guerra de Sucesión, 1701-1714) encarnó la derrota de la España histórica, vencida por su enemiga del norte; esa España histórica que había tenido su máxima plasmación en el Siglo de Oro, bajo la égida de la casa de Austria, que se aureoló con la ideología de una monarquía católica en la que estuvieran vigentes los valores de Paz, Justicia, Caridad, Lealtad y Honor. (Cómo sucedían realmente las cosas es harina de otro costal.) Tal ideología periclita en 1714 vencida por el maquiavelismo de Luis XIV, sucumbiendo así los principios y valores (ya deslucidos y, a esas alturas, caducos) que habían pergeñado los grandes pensadores hispanos de los siglos XVI y XVII, los Vitoria, Mariana, Suárez, Calderón, Quevedo y tantos otros.

La recuperación de esos ideales de la España histórica se realiza en nuestra Guerra de la Independencia (1808-1814), siendo directamente inspiradores de las Cortes de Cádiz y de la Constitución de 1812. Dudo que sea casual que nuevamente en esa coyuntura tengamos que combatir con el ejército francés --con un ejército francés auxiliado por tropas alemanas, italianas, polacas y holandesas. (En aquella guerra las tropas inglesas y francesas rivalizaron en sus fechorías contra la población española y en su saña destructiva para arrasar nuestra riqueza agrícola y fabril.) Nuevamente tenemos a España, la España histórica, contra Europa.

Y contra Europa tuvo que luchar el liberalismo español en 1823, cuando la Santa Alianza envía a los Cien Mil Hijos de San Luis, mandados por el Duque de Angulema (primo de Fernando VII, según éste último) para destruir a la España constitucional, volviendo a perpetrar destrucciones gratuitas, sólo explicables por el odio al pueblo español o por el afán de sumirnos en el letargo y la pobreza.

Las revoluciones liberales decimonónicas cambiaron radicalmente la faz de España; nos hicieron pasar de la barbarie absolutista a la civilización constitucional y representativa. Fueron posibles porque esta vez las potencias del norte nos dejaron en paz. El Siglo de Oro fue fuente inspiradora del liberalismo español (del duque de Rivas, Martínez de la Rosa, Evaristo San Miguel, Espronceda); la revolución antiborbónica de 1868 retoma tales ideales, siendo ésa la época en que la obra de Mariana y demás pensadores de los siglos XVI y XVII viene reivindicada por nuestros intelectuales republicanos (Salmerón, Castelar, Pi y Margall y más tarde Giner de los Ríos).

Cuando los liberales españoles ganaron las elecciones legislativas en 1898, las potencias monárquicas de la Europa transpirenaica nos impusieron acatar el dictado yanqui, inclinándonos ante la derrota que nos infligió el imperialismo norteamericano, que nos despojó de la mitad del territorio nacional.

Nuestros republicanos de 1931 admiraban a la República Francesa; y llevaban razón. A pesar de sus defectos, era un modelo, imperfecto, en el que se consiguieron no sólo libertades individuales y avances democráticos, sino asimismo logros sociales, gracias al republicanismo solidarista.

Pero allende los Pirineos no querían que los imitáramos en lo bueno. Querían que siguiéramos hundidos en el atraso que encarnaba la dinastía borbónica, ayunos de los progresos que efímeramente nos trajo la Segunda República. Nuestros enemigos de siempre querían una España atrofiada y subyugada. Eso explica la intervención de los unos y la llamada «no intervención» de los otros.

A lo largo de los cuatro decenios de régimen franquista, el Caudillo contó con el respaldo de sus amigos del norte. Si entre 1939 y 1942 se inclinó más por la alianza con Hitler --lo cual le valió ciertas fricciones con los anglosajones--, los aliados occidentales se vieron complacidos por el viraje de septiembre de 1942 (nombramiento del general Francisco Gómez-Jordana como ministro de asuntos exteriores en sustitución de Serrano Súñer). A partir de entonces fue casi una luna de miel; éramos súbditos del «Centinela de Occidente», el paladín del mundo libre. Por eso en 1945 las potencias del norte dieron plantón al pueblo español, mandando balones de oxígeno al acorralado régimen franquista y haciendo oídos sordos a la propuesta rusa de un boicot en regla al único superviviente del Pacto Anti-Komintern. El apadrinamiento occidental del régimen ilegítimo va a ir a más, siendo particularmente estrechos los lazos con EE.UU, que, desde 1953, estacionaron en España importantes tropas --si bien fueron rácanos en cuanto a la ayuda civil que hubiera aliviado el hambre que sufría el pueblo español.

En 1975-80 sí intervinieron, esta vez para tutelar y apuntalar la difícil transición que iba de la tiranía abierta a un sistema político que mantuviera, en lo esencial, sus políticas internas y externas y salvaguardara la hegemonía oligárquica.

¿Por qué todo eso? ¿Maldad? ¿Enemistad histórica? ¿Desprecio a las inferiores razas del sur y al hombre mediterráneo --dizque indolente, obtuso y atávico? ¿Condescendencia frente a una nación que no había participado en la expansión colonialista del siglo XIX --salvo en las postrimerías con un imperiezucho de juguete que, además, tuvieron que regalarle los franceses? ¿Recelo frente a un pueblo español que, cuando abraza los ideales de progreso, es siempre demasiado radical (1820, 1834, 1868, 1931), desafiando así al moderantismo al que presuntamente propenderían los Estados de climas menos cálidos? (A todo lo cual se unirían en 1936 causas específicas, como el odio a una República con legislación social, reforma agraria, influencia obrera y voto femenino --hecho extremadamente infrecuente en el mundo de entonces.)

Cualesquiera que sean las causas, los hechos están ahí. Personalmente me inclino a pensar que confluyeron varias de esas causas. Las dinámicas históricas, las actitudes heredadas, las simpatías y antipatías fruto de un pasado prolongado, poseen --en mi opinión-- una asombrosa tendencia a persistir durante siglos y a generar hábitos del subconsciente colectivo con vocación de perpetuarse (si bien sabemos que en la historia nada es perenne: a la larga todo acabará pasando, antes o después).

Mi libro es una contribución al desenmascaramiento de la trayectoria imperial de esas potencias septentrionales. Para su autor recordar lo que hicieron a la República Española ha sido un motivo más (no, desde luego, el principal) para presentar una acusación de lo que ha significado el imperialismo euro-norteamericano --tema de los últimos capítulos del libro, en los cuales expongo los fundamentos de un desideratum de República Universal.

Así, lo que hago es entroncar la argumentación a favor del republicanismo español con la que se puede ofrecer en defensa de la causa antiimperialista de los pueblos que fueron (y siguen siendo) víctimas del colonialismo y del neocolonialismo euro-atlántico en las regiones del sur del Planeta. En esa argumentación sostengo la defendibilidad axiológica de un reparto global de la riqueza, la defensa de la paz frente a las guerras de agresión imperialistas (cobijadas por la ONU) y la reparación de las injusticias padecidas en siglos recientes por los pueblos de los países económicamente débiles --a través de un mecanismo indemnizatorio.

En concreto argumento en mi libro a favor de reclamar una indemnización en beneficio de los pueblos víctimas de la trata negrera trasatlántica y de la colonización decimonónica, que correría a cargo de las naciones que participaron activamente en tales hechos o que con ellos obtuvieron ventaja.

Paralelamente planteo una reivindicación similar a favor del Estado español y a cargo de nuestra oligarquía financiera y de las potencias extranjeras que favorecieron la victoria franquista en 1939 o que se aprovecharon del poder de Franco para obtener ganancias que nunca les habría otorgado un Estado español genuinamente independiente (p.ej. las bases norteamericanas clavadas en el territorio nacional por los acuerdos de Madrid del 26 de septiembre de 1953).

Ha influido, ¿cómo no?, en mi motivación subjetiva un factor de sentimientos patrióticos; pero, al margen de eso, lo que he presentado al lector contiene una propuesta racional guiada por una máxima metodológica, a saber: que las diferentes quejas y reivindicaciones que quepa, justificadamente, aducir frente a unos grupos privilegiados, aliados entre sí, han de confluir en un espacio común, enlazándose las unas con las otras en una plataforma abarcadora (aunque sean también parcialmente contradictorias, ya que la realidad es contradictoria).

Es el principio metodológico subyacente del «frente unido», que de algún modo --indirectamente-- inspiró la creación en 1936 del Frente Popular, que luchó por la defensa de la República. Más que un frente unido de grupos, clases sociales, organizaciones políticas o tendencias ideológicas, se trata aquí de un frente común (o una confluencia) de problemas, cuestiones, anhelos y motivaciones de acción colectiva.

Lo que anima mi visión es una tesis central de la filosofía de Leibniz --adhiriéndome a la cual me atrevería a calificar mi enfoque filosófico-político como «neo-leibniziano»--, a saber: un principio de armonía universal que afirma un acuerdo profundo entre los aparentemente dispersos órdenes de cosas, regidos por sendas regularidades, a primera vista inconexas, pero que --a tenor de este principio-- se conjugan en un orden general subyacente y abarcador.

De conformidad con ese principio, no es plenamente racional un proyecto humano que, desconociendo ese vínculo entre las diferentes regularidades, omita la tarea de enlazar las diversas finalidades con arreglo a un canon de aunamiento o confluencia de lo dispar. Cada cosa es lo que es, ciertamente; mas, en virtud de ese principio de armonía o confluencia, es también algo más (y diverso), es un ingrediente de un todo.

Desde luego tal unificación ha de realizarse sin desconocer las inevitables colisiones y respetando la peculiaridad de cada ámbito y la especifidad de cada tarea, puesto que cada una obedece a sus propios constreñimientos e interesa a unos grupos determinados de la población humana. No se trata de fundirlo todo en un magma indiferenciado. Confluencia no es confusión.

Al formular --desde esos supuestos filosóficos-- la propuesta de abordar la restauración republicana en España como una parte de la lucha por una República universal de la humanidad --que pasa por una acción mancomunada de los pueblos del sur contra la supremacía de las potencias septentrionales-- abogo también por considerar nuestras aspiraciones nacionales sin incurrir en ombliguismo, concibiéndolas en su contexto mundial.

En esa visión se modifica la percepción de los amigos y los enemigos. Para algunos republicanos --a quienes respeto, pero cuyos puntos de vista no comparto-- habría que instaurar en España una nueva República con los mismos amigos que la actual monarquía borbónica y con una política exterior muy parecida, con sus tres pilares: (1) unión europea; (2) NATO; (3) participación en las campañas militares orquestadas por USA (ahora, p.ej., en Afganistán y en el futuro las que toque agregar a la reciente lista de Yugoslavia, Somalia, Haití e Iraq).

Mi propuesta invierte radicalmente el enfoque de la política exterior, sugiriendo que --en lugar de seguir por la senda de esas uniones septentrionales-- busquemos otras integraciones, y en concreto una unión política de los pueblos de habla hispana, de los que estuvieron representados en las Cortes de Cádiz de 1812, olvidando nuestras guerras fratricidas del siglo XIX (igual que Demóstenes aconsejaba a los griegos unirse contra el rey Filipo de Macedonia sin acordarse de las guerras que los habían enfrentado unos a otros). A la vez, y en ese marco, habría de considerarse la posibilidad de una alianza estratégica con Rusia, China, Brasil y la India para orientarnos a un modelo de desarrollo económico más viable y satisfactorio.


Lorenzo Peña
Tres Cantos. 2009-08-14
El autor permite a todos reproducir textual e íntegramente este escrito
V. también: http://lp.jurid.net/books/esturepu




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Lorenzo Peña y Gonzalo

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Tres Cantos, Spain
Tras una turbulenta y amarga juventud consagrada a la clandestina lucha revolucionaria, mi carrera académica me ha conducido a obtener las 2 licenciaturas de Filosofía y Derecho y asimismo los 2 Doctorados respectivos (en Filosofía, Universidad de Lieja, 1979; en Derecho, Universidad Autónoma de Madrid, 2015). Soy también diplomado en Estudios Americanos; en cambio, si bien inicié (con éxito) la licenciatura en lingüística, no la culminé. Creador de la lógica gradualista, tras haberme dedicado a la metafísica y la filosofía del lenguaje, vengo consagrando los últimos 4 lustros a desarrollar una nueva lógica nomológica y aplicarla al Derecho: la lógica de las situaciones jurídicas, basada en la metafísica ontofántica que elaboré en los años 70 y 80. He sido profesor de las Universidades de Quito y León, Investigador visitante en Canberra e investigador científico del CSIC, habiendo sufrido la jubilación forzosa por edad en 2014 cuando había alcanzado el nivel máximo: Profesor de Investigación. Soy miembro del Ilustre Colegio de Abogados de Madrid.