El safari de Juan Carlos Capeto
por Lorenzo Peña
2012-05-08
Poca sorpresa debería causar que Su Majestad el rey de España se haya dedicado, una vez más, a una de sus aficiones favoritas, la caza. Continúa --en eso como en tantas otras cosas-- la tradición de su familia, la dinastía borbónica --aunque, con propiedad, su apellido es el de «Capeto» o, en francés, «Capet», según lo determinaron las autoridades galas al caer la monarquía en el país vecino en 1792.
Su Majestad es también muy aficionado a la tauromaquia, sin que ello le impida otras muchas diversiones.
En el caso de marras, algunos órganos de opinión han expresado aflicción o desconcierto, no por preocupaciones animalistas, sino por el cúmulo de cuatro circunstancias:
- 1ª) El hecho de que ese jolgorio cinegético --que implica un enorme derroche, sea cual sea la fuente sufragante-- se haya llevado a cabo justamente en momentos de durísimo ajuste, con el número de desocupados forzosos en España camino de los seis millones, los recortes de servicios públicos, la drástica disminución del poder adquisitivo de los hogares trabajadores, el aumento de la pobreza y la amenaza de bancarrota total de la precaria y débil economía española, ante lo cual el suicidario remedio de la oligarquía consiste en preceptos --promulgados por el propio cazador dispendioso-- que someten a todos los habitantes de España a un régimen de austeridad (aunque éste golpee más directamente a los servidores públicos);
- 2ª) El hecho de que la caza del elefante está prohibida por los tratados internacionales, al considerarse una especie en riesgo de extinción y, por lo tanto, merecedora de protección, a la vez que las dispensas de tal prohibición han de otorgarse con garantías, sin que Botsuana (o Bechuanalandia), el antiguo patio trasero del apartheid, se vea como un estado de derecho en el cual valgan esas u otras garantías;
- 3ª) La opacidad y el secreto que rodean a las idas y venidas del Soberano --una opacidad que no es novedad alguna, pero que esta vez ha producido escozor ya que sólo por haberse sabido del accidente se ha enterado la opinión pública de la cacería regia;
- 4ª) La cercanía en el tiempo (y hasta quizá la posible conexión) entre esta aventura y las tribulaciones forenses de Su Alteza Serenísima, el Duque de Palma, yerno de Su Majestad, cuyo ex-socio está incluso amenazando revelar el papel de la Corona si no obtiene adecuadas compensaciones, a la vez que otras vicisitudes han venido erosionando la reputación de esa familia como presunta depositaria de los valores reconocidos por el ordenamiento jurídico.
Por el contrario, los órganos de prensa, las bitácoras, incluso los panfletos incendiarios han omitido otras consideraciones, no menos pertinentes, como lo son las cuatro siguientes:
- El safari se realiza en período pascual, tras la semana de Pasión, cuando un cristiano no tiene que estarse divirtiendo (unos se divierten matando, otros dando vida, otros de otra manera), sino que tiene que estar participando en actos recordatorios del calvario y la resurrección del Salvador, actos religiosos y piadosos, obras de caridad, de amor al prójimo. (Su Majestad la Reina Dª Sofía von Schleswig-Holstein estaba --según se ha informado-- consagrada a tales menesteres en su país natal.)
- El regocijo venatorio se ha realizado, al parecer, en la compañía de una señora austríaca (ennoblecida por casamiento) que el rumor considera la enésima amante regia, cuando el artículo 68 del código civil impone a los cónyuges el deber de «vivir juntos, guardarse fidelidad y socorrerse mutuamente», deber al cual el legislador español de 2005 (o sea el propio Monarca) ha agregado la obligación de compartir las responsabilidades domésticas. Por varios motivos que huelga aquí explicar contraviene lo preceptuado en ese artículo del código civil la conducta de pasarlo bien yéndose frecuentemente de francachela y cacería con una amiga íntima, o manceba. (A eso habría que añadir la calificación de tal conducta en el derecho canónico, al cual está sujeta la conducta del Soberano por su condición de católico, sin la que se desmoronaría la justificación de la potestad dinástica en la valoración de la sociedad española.)
- Acababa de producirse un llamamiento del sector hotelero y turístico español para que los habitantes de España pasen en territorio español sus vacaciones y no se vayan a disfrutarlas en el extranjero, a fin de, por lo menos, incentivar uno de los pocos sectores florecientes (pero también amenazados) de la economía española.
- Las generosas fuentes de la petromonarquía saudí, que (según se dice) han pagado el safari, habían hecho muchas aportaciones previas al patrimonio borbónico --cuando resulta que, en sede judicial, se ha tildado de cohecho impropio la aceptación de donativos como trajes y relojes (sin duda muchísimo más baratos que esas excursiones de lujo), basándose en el argumento de que un servidor público no puede lícitamente consentir en ver incrementado su patrimonio a título lucrativo cuando sea razonable sospechar que el donante actúa con el fin de conseguir así alguna ventaja futura para sí mismo o para terceros.
Aunque me parece que la opinión pública debería atender más a estas cuatro últimas consideraciones y menos exclusivamente a las superficiales y anecdóticas, mi comentario esencial sobre este asunto está fuera de todo ese círculo temático. Hay otro capítulo mucho más importante, que es el de los deberes constitucionales de la Corona, según el Título II de la vigente constitución sancionada y promulgada por el Rey el 27 de diciembre de 1978. (El Soberano no la ha jurado; en su exaltación al trono lo que juró fue la Ley de Principios Fundamentales del Movimiento Nacional.)
Como he sostenido en el tercer capítulo de mi libro Estudios republicanos («El poder moderador en la monarquía y en la república»), la actual norma básica confiere a la Corona una amplísima potestad arbitral y moderadora, que no es (como a menudo se pretende) simbólica o decorativa. Esa potestad la tiene reconocida el Monarca, pero, con ella, que es un derecho, le incumbe un deber: el de ejercer esa potestad y hacerlo según los principios y valores reconocidos en la constitución. Por lo tanto, tiene el derecho y el deber de vetar las leyes y los decretos que, según su conciencia, sean vulneratorios de los valores constitucionales y de los grandes bienes jurídicos a cuya tutela está orientado el ordenamiento normativo del reino de España.
Para ejercer esa prerrogativa arbitral y moderadora que le reconocen los artículos 56.1 y 62 de la constitución, el Soberano ha de tener un juicio sobre el contenido de los actos jurídicos --expresos, tácitos o presuntos-- que le incumbe realizar, y no sólo sobre la forma o el procedimiento (aunque también esas cuestiones de forma son a menudo delicadas y complejas). La omisión puede ser tan violatoria del deber constitucional como la acción. Una de esas omisiones sería no examinar el contenido para, en función de tal examen, rehusar eventualmente la regia sanción a actos jurídicos atentatorios a los valores constitucionales.
La discusión habría de encaminarse por ahí para hacer un balance de en qué medida la actuación del Trono en este reinado ha estado conforme con esa obligación constitucional del Poder Moderador.
La transparencia que se pide habría de centrarse en averiguar en qué ocasiones el soberano Titular del Poder Moderador ha intercedido o no lo ha hecho, en qué casos ha objetado sancionar actos jurídicos de contenido inconstitucional, en qué casos ha recomendado o hasta impuesto nombramientos ministeriales u otros favorables al incremento del peso de la Corona, cuándo ha influido, o dejado de influir, para ajustar esos actos jurídicos a fines constitucionales o a otros fines.
Hay que saber si actúa como una máquina, como un programa de computadora que, mecánicamente, estampa la firma sin pensar cuando desencadena el mecanismo el poseedor de la clave. Si sí, ¿es eso lo que dicen que hará los mencionados artículos de la carta magna? Si no, ¿cuáles son las pautas de su conducción de los asuntos públicos?
Otro asunto digno de atención (mucho más serio que las zarandajas de los pasatiempos y escarceos regios) es el papel de la Corona en el ascenso y la caída del duque de Suárez y hechos concomitantes (23F) así como en episodios posteriores, como el 11M. En concreto (anticipando preguntas del lector), diría yo que merece una investigación el papel directivo de la Jefatura del Estado en el mando supremo de las fuerzas armadas (art. 62.h de la constitución) y, en ese marco, sus vínculos con el servicio secreto militar, rodeado por un halo de tenebroso misterio y salpicado por tantas alegaciones nunca públicamente debatidas ni refutadas.
Complementariamente está el problema de si las circunstancias que más arriba he enumerado determinan que el safari y otras conductas del Monarca sean hechos constitucionalmente ilícitos --aunque carentes de sanción en virtud del artículo 56.3 de la constitución. Mi opinión es que (por una ficción jurídica del art. 56.3) todos los comportamientos del Soberano son --independientemente de sus propósitos y de su contenido-- siempre hechos lícitos en el orden jurídico intraconstitucional, aunque violen el derecho natural.
Exhorto a mis lectores a que participen en estos debates y reflexionen por su cuenta sobre los temas abordados en este ensayo.
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