Balance de un septenio turbulento
por Lorenzo Peña
2011-11-05
Llega la hora de hacer un balance del septenio de primatura del Lcdo vallisoletano D. José Luis Rodríguez Zapatero, jefe del gobierno de Su Majestad, 2004-2011.
Quien esto escribe nada supo de la existencia del Lcdo Rodríguez Zapatero hasta que éste ganó, sorpresivamente, las elecciones internas a la secretaría general de su partido el 22 de julio de 2000. Posteriormente he sabido que, sin habernos conocido nunca, forzosamente hemos tenido que vernos frecuentemente, porque yo fui profesor contratado de la Universidad de León entre octubre de 1983 y febrero de 1987, al paso que, en el mismo período, él fue ayudante de Derecho constitucional en esa misma Universidad (1983-1986). Yo en la Facultad de Filosofía y Letras y él en la de Derecho. Ambas Facultades compartían el mismo edificio, en el campus de Vegazana: Filosofía el ala derecha y Derecho el ala izquierda.
Fue una etapa agitada en mi vida, porque estuve involucrado en el movimiento de PNNs (profesores no numerarios), participando en una semana de huelga de docentes y alumnos con un encierro ante el rectorado; rectorado que estaba en el mismo edificio común, sólo que en el ala izquierda y, por lo tanto, en la zona de Derecho.
En la vida del Lcdo Rodríguez Zapatero ese lapso no fue el de preparación de una tesis doctoral (cual era sin duda su primera intención al solicitar y obtener la ayudantía universitaria), sino el del salto a la política. No hay en ese cambio nada de censurable. La vida es así: hacemos unos planes y luego las circunstancias nos colocan ante nuevas ocasiones, nuevas incitaciones que a menudo tuercen las intenciones previas y nos llevan por otro camino.
Tampoco he conocido al padre del Lcdo Rodríguez Zapatero, el ilustre abogado leonés Juan Rodríguez García-Lozano, aunque indirectamente, por relaciones familiares, es para mí una persona, en cierto sentido, próxima.
Desde mi adolescencia he sido muy hostil al PSOE, por su papel negativo en la guerra de España. Cuando volví a España en septiembre de 1983 (tras un exilio de 18 años) me topé con la actuación del gobierno de D. Felipe González Márquez, viendo, y sufriendo, su política de afirmación borbónica, antipopular, prooccidental, atlantista y galoide.
Si el viejo PSOE de D. Indalecio Prieto, D. Francisco Largo Caballero y D. Julián Besteiro estaba alejado de mis preferencias ideológico-políticas, lo del Sr. González Márquez era ya otra cosa, puesto que en nada sustancial (y en casi nada accidental ni siquiera simbólico, salvo el nombre) parecía diferir de cualquier partido monárquico reaccionario.
Fue su primatura el aciago período de la reconversión (desindustrialización), de las privatizaciones, de las desregulaciones, de la ley de extranjería (hasta entonces la llegada de inmigrantes era prácticamente libre); el período de las reformas laborales destructivas de derechos, de la precarización de los trabajadores, tanto los del sector privado cuanto los del sector público (incluidos los funcionarios); el período de la entrada en el mercado común y en la NATO, del alineamiento en el campo occidental; el período del cierre de líneas férreas y de la preferencia al automóvil (salvo, por prestigio, el AVE Madrid-Sevilla). Un período de maridaje con la oligarquía franquista-borbónica, con los escándalos consiguientes. Y un período, además, de altos tipos de interés fijados por el Banco de España (para atraer capitales foráne os), con el desastre económico que eso causó. El período del GAL. Un período en el que, lejos de darse paso alguno para eliminar la odiada práctica de la tauromaquia, se exaltó oficialmente desde el poder. Y --quizá para mí lo peor de todo-- fueron 14 años de tabú y olvido coercitivo del pasado y de consagración, a título de grandes demócratas de toda la vida, de los integrantes de una élite política, en su mayoría provenientes de las Falanges Juveniles de Franco.
Otro vendrá que bueno me hará. Aunque resultara inverosímil o imprevisible, el octoenio 1996-2004 marcó una agravación de los males. A los anteriores se agregaron: el euro (una de las principales causas de nuestras presentes dolencias económicas); la adhesión a las guerras de Yugoslavia, Afganistán e Irak; la dura política anticubana; una mayor desindustrialización de España --con un patrocinio exclusivo de los sectores turístico e inmobiliario; la agravación de la xenofobia legislativa con un endurecimiento de la ley de extranjería. También hubo en esos ocho años de primatura del PP varias mejoras, que sería injusto desconocer; palidecen al lado de los aspectos sombríos y hasta lúgubres.
Tras la dimisión de D. Joaquín Almunia como Secretario general del partido socialista en junio de 2000, imaginaba yo que nadie peor podía venir a encabezar el PSOE. Al conocer el elenco de candidatos, pensé, eso sí, que cualquiera sería menos malo que D. José Bono, expostulante de la Guardia de Franco. Quien el 22 de julio de aquel año resultó elegido para ese cargo por los congresistas fue un desconocido: José Luis Rodríguez Zapatero, al frente de una también desconocida y enigmática plataforma Nueva Vía. Al conocer la composición del equipo de la Nueva Vía me quedé alarmadísimo, pues su ideólogo era D. Jorge Sevilla, un economista neoliberal adepto del adelgazamiento del Estado, la desregulación, el fomento de los seguros privados en sustitución de los públicos y la supresión de la progresividad fiscal (proponiendo un impue sto a la renta proporcional, o sea con un solo tipo impositivo y con un umbral de exención).
Como lo recuerda Vicenç Navarro en un reciente artículo, otro de los integrantes del equipo Nueva Vía era otro economista de la misma cuerda, Miguel Sebastián, quien, en El País del 21-09-2003, afirmaba: «en absoluto [confío en el intervencionismo público]. Soy defensor de esta idea de los demócratas estadounidenses de Estado dinamizador frente a un estado del bienestar o asegurador. El poder público debe tener un papel de promotor o corrector».
Con ese transfondo doctrinal, pocas esperanzas podían suscitar los primeros pasos de D. José Luis Rodríguez Zapatero al frente de su partido. Sus inicios como líder de la oposición en las Cortes no presagiaban nada bueno. Parecía una caja de ocurrencias políticamente irrelevantes, como aquella de sostener, cual gran propuesta política, que se celebrara a bombo y platillo el medio milenio del Quijote y su insistencia en el aumento de la productividad como el principal o único problema de la economía española.
Todo eso venía a confirmar lo que se había anunciado con su acceso al liderazgo del partido: que la plataforma Nueva Vía trataba de trasplantar a España las posturas de la nueva socialdemocracia de Tony Blair y Gerhard Schröder; una nueva socialdemocracia que difería de la vieja en que ya no reclamaba ni un sector público de la economía ni derechos laborales ni intervención del Estado, ni menos una evolución hacia la socialización de los medios de producción, sino que asumía con alacridad las exigencias del mercado para centrarse en innovaciones que se llamaban «societales», o sea referidas a cuestiones de familia y costumbres en el ámbito privado, temas culturales y promoción de virtudes ciudadanas.
Lo que cambió la vida del señor Rodríguez Zapatero y su significación para la política española fue la guerra de Irak, contra la cual, tras titubeos iniciales, se pronunció resueltamente en 2003. Fue, a mi juicio, la razón principal de su triunfo electoral relativo en marzo de 2011 (triunfo consistente en alcanzar 164 escaños, mientras que su principal adversario, el PP, sólo obtuvo 146; ningún partido consiguió la mayoría).
Como líder de la mayor minoría parlamentaria, Rodríguez Zapatero fue investido presidente del gobierno por S.M. El rey.
Empezó mejor de cuanto cabía augurar. Lo misterioso no es por qué a la postre el balance de la primatura del Lcdo Rodríguez Zapatero es tan negativo y aun catastrófico; lo misterioso, lo que no está explicado, es en virtud de qué fuerzas telúricas u otras, de qué tropismos, de qué influencias, fue posible que --teniendo a sus espaldas todo ese lastre de neoliberalismo societalmente modernizante-- se deslizaran, no obstante, en su política, a lo largo del primer cuatrienio, muchos aspectos loables. Tal vez fue gracias al papel de Jesús Caldera, pero sin duda tuvo que haber otras causas más profundas que desconozco; quizá factores subconscientes, la fuerza del destino. O simplemente la inercia de seguir en una trayectoria inaugurada con la postura sobre la guerra de agresión contra Irak.
Sea como fuere, una apreciación objetiva hará ver varias mejoras en ese cuatrienio 2004-2008 o en los primeros momentos del cuatrienio siguiente:
- Mayor dedicación presupuestaria a la investigación científica junto con una proclamación de que la economía española debía invertir más en el terreno de alta tecnología (aunque en la práctica no se pusieron los medios, confiando en que lo haría el sector privado).
- Ley de memoria histórica (por insuficiente que fuera).
- Subida del salario mínimo y de las pensiones más bajas, como las de viudedad.
- Decreto sobre inmigración que --sin alterar la ley de extranjería-- abrió la mano a la legalización de una masa de inmigrantes (lo cual fue, además de humano, enormemente beneficioso para la economía española, que experimentó en ese lapso su mayor crecimiento, gracias principalmente a ese aflujo de mano de obra, que se tradujo en una disminución del paro autóctono).
- Busca de una vía negociada para poner fin al conflicto vasco mediante una política conciliatoria que propiciara derrotar al terrorismo por la fuerza de la razón y de la convicción.
- Rechazo de las presiones oligárquicas para intensificar la precariedad laboral.
- Ley de dependencia, que reconoció el derecho de las personas afectadas por minusvalía a la ayuda pública para hacer frente a su discapacidad.
- Un nuevo paso adelante en la despenalización de la interrupción del embarazo (aunque en términos jurídicamente objetables, confusos y equívocos).
- Un reconocimiento (aunque insuficiente) del derecho a seguir trabajando hasta los 70 años (limando así una de las discriminaciones legislativas lesivas de derechos fundamentales).
- Poderoso empujón al tendido de líneas ferroviarias de alta velocidad.
- Impulso a las plantas desaladoras de agua en las zonas litorales.
- Una serie de ayudas sociales puntuales: los 400 euros de desgravación fiscal lineal en el impuesto a la renta; el cheque bebé; la ayuda para que los jóvenes pudieran acceder a una vivienda en alquiler formando un hogar separado del de sus padres.
- Política de buenas relaciones con el vecino Marruecos.
- Buenas relaciones con Cuba y Venezuela.
- Aumento de la ayuda exterior al desarrollo.
- Salida de las tropas españolas de Irak.
- Propuesta de una Alianza de Civilizaciones, como un posible eje alternativo de política exterior, en el cual España y Turquía, polos del Mediterráneo, unirían sus capacidades y experiencias en una proyección de cooperación transversal que sumara aportaciones originarias de diversas tradiciones civilizatorias --un proyecto susceptible de ulteriores ampliaciones.
Al lado de esos 17 aspectos positivos --varios de los cuales estaban auspiciados (como ya lo he sugerido) por el ministro de trabajo de ese período, Jesús Caldera--, hubo, desde el comienzo, otros negativos.
Los ministros Jordi Sevilla y Pedro Solbes impusieron cambios reaccionarios; particularmente regresiva fue la modificación del impuesto a la renta. Fue lamentable la supresión del impuesto sobre el patrimonio. Siguieron adelante las privatizaciones, no notándose, en ese punto, el relevo de un partido por otro.
Estuvo mal la reforma del código civil que precarizó la relación matrimonial, consagrando así la superioridad del cónyuge más poderoso y privando de protección jurídica a la parte débil. En el campo de la relación entre hombre y mujer y en la conciliación de la vida familiar con la laboral las medidas --muy llamativas y aparatosas, algunas lesivas del derecho a la igualdad-- es dudoso que se hayan traducido en mejoras sustantivas para la masa de población a cuya tutela iban encaminadas las reformas.
Tampoco fue acertado dar visto bueno a nuevos estatutos de autonomía aún más descentralizadores, puestos en marcha en Andalucía, Valencia y otras comunidades de consuno con el PP. En relación con eso se dieron nuevos pasos en el desmantelamiento de la administración general del Estado y a favor de la descentralización regional, con el consiguiente deterioro del servicio público y la desigualdad entre los habitantes de unas comunidades y otras.
La proclama de una política económica conducente a salir de la hegemonía del ladrillo no arrojó resultado alguno puesto que se descartó la creación o el fomento de empresas públicas, mientras que el sector privado, bajo control extranjero, no tenía interés en una reindustrialización de España.
En política energética también hubo, desde el primer momento, una mala orientación, con el «NO» a las nucleares, el mantenimiento de la hegemonía de los hidrocarburos, el fomento de los agrocarburantes, una apuesta, seguramente equivocada y excesiva, por las renovables (con un gran despilfarro de recursos escasos y un encarecimiento de la energía). En línea parecida el gobierno rehusó apadrinar la adopción, en la agricultura española, de las innovaciones tecnológicas capaces de crear una nueva agricultura competitiva, como la ingeniería genética. Y también en esa misma línea es de lamentar que se enterrara el plan hidrológico nacional, que inicialmente había sido propuesto por Josep Borrell.
Asimismo fue de lamentar la reforma educativa, que arrinconó aún más a la filosofía para dejarle el puesto a un adoctrinamiento ideológico a favor del sistema político reinante, la educación para la ciudadanía. Fue a peor la ley de Universidades, que eliminó una de las pocas buenas reformas de la legislativa anterior. También fueron negativos el endurecimiento de la legislación represiva sobre propiedad intelectual y el amparo otorgado a las pretensiones de la SGAE y sus socios.
Continuó la participación española en la guerra de agresión en Afganistán, a lo cual se añadieron otras aventuras militares (la última la guerra de Libia). Lo peor fue el europeísmo, siendo el gobierno español el más ardiente partidario de la constitución europea que los pueblos francés y holandés rechazarán. (El plebiscito español del 2 de febrero de 2005 sólo consiguió atraer a las urnas al 41,77 por ciento del censo electoral.) Ese paneuropeísmo acabará llevando a todas las derivas posteriores, que sacrificarán casi todos los avances del primer cuatrienio.
En el debe de los siete años y medio de Rodríguez Zapatero habría que anotar todo lo que no ha hecho: nada sobre la eutanasia, nada a favor de la empresa pública, nada efectivo a favor de la industrialización, poco o nada a favor de los trabajadores (salvo los escasos puntos más arriba consignados).
En el segundo cuatrienio se ha deshecho una buena parte de lo que se había hecho bien en la legislatura de 2004-2008. Obedeciendo los dictados de USA y de la Unión Europea, se ha lanzado la política de durísimos recortes sociales y de precarización laboral a tumba abierta; se han autorizado operaciones financieras en paraísos fiscales, desregulándose aún más el flujo de capitales; se ha endurecido la represión contra los inmigrantes ilícitos. Se ha incrementado la participación en las aventuras militares de la NATO. Se ha autorizado a la marina de guerra de USA para estacionar sus armas nucleares en la base norteamericana de Rota --incurriéndose así en una supeditación ante la supremacía estadounidense que no tenía precedente desde la muerte del general Franco. Por último, se ha reformado sorpresivamente la Constitución para asegurar la subordinación total de España a los dictados de la Unión Europea, consumándose el abandono de la soberanía nacional.
Ha desembocado todo ese nuevo itinerario en la cooptación gubernamental del remanente del cuatuordecenio de D. Felipe González, el Sr. Alfredo Pérez Rubalcaba, compendio de lo que fue aquella política del pelotazo apadrinada por la oligarquía financiera, cuando la palabra «socialismo» hacía sonreír.
Los logros del primer cuatrienio de Rodríguez Zapatero se van disipando, dejándonos la impresión de un espejismo.
¿Qué balance cabe proponer de todo eso? Mucho me temo que los aspectos positivos del primer período van a ser olvidados; peor sería que, como reacción al nefasto cuatrienio 2008-2011, se quisiera restar importancia a aquellas mejoras o se olvidaran esos puntos en la agenda de futuros programas de signo progresista.
Nada es tan útil como ser justos. Hemos de serlo con nuestros amigos y con nuestros enemigos. Ser justos es ser verídicos y veraces. Esa veracidad me lleva --a la hora de decirle «adiós» a un político borbónico (y no republicano como él se ha querido creer) cuyo rendimiento de cuentas merece más censura que parabienes-- no desconocer por qué, en algún momento, hubo motivos para depositar en su política algunas esperanzas, aunque a la postre hayan quedado defraudadas.
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