EDUCACION PARA LA CIUDADANIA II

Educación para la ciudadanía:
II: La exigida adhesión mental a la Declaración Universal de los Derechos Humanos de 1948
por Lorenzo Peña


Uno de los lineamientos indiscutibles de la Educación para la Ciudadanía, EpC, va a ser inculcar a los niños y jóvenes la inquebrantable adhesión anímica a la Declaración Universal de los Derechos Humanos de la Asamblea general de la ONU de 1948 --DUDH para abreviar.

En su ya citado artículo («¿Quién tiene derecho a educar?» -- <http://www.ciudadania.profes.net/>), mi colega José Antonio Marina discute una objeción que se formula contra la EpC:

Contra esta idea suele argüirse que nunca se podrá alcanzar un consenso ético. Me parece una afirmación falaz porque en gran parte ya lo hemos conseguido. [...] Algo así sucede con la ética en los países democráticos. Nadamos en ella sin darnos cuenta y esa inconsciencia alienta dos disparates de signo opuesto, a saber: pensar que la ética no es posible y pensar que la ética es innecesaria.

[...]

Si identificamos la ética con modelos personales de felicidad, sin duda que nos será difícil ponernos de acuerdo. Pero si de lo que estamos hablando es de un modelo de convivencia social, el acuerdo es muy probable. La Declaración Universal de los Derechos Humanos es una ética cuyo reconocimiento ha ido ampliándose.[...] Es evidente que existen temas disputados [...] pero decir que al no tener una doctrina común sobre estos asuntos la desavenencia es total, supone --lo diré sin paliativos-- mentir descaradamente. [...] La existencia de zonas difíciles lo único que nos indica es que perfeccionar nuestro sistema ético es tarea común y prioritaria.

Parece clara la idea del Prof. Marina: hay franjas de duda, zonas disputadas y disputables, posicionamientos legítimamente discutibles más allá del terreno ideológico y axiológico que todos compartimos o deberíamos compartir. La adhesión a ese patrimonio común incuestionable no ha de reputarse libre, sino que, por ser un cúmulo de asertos indiscutidos e indiscutibles, a que nadie los discutiera habríamos de coadyuvar todos, incluyendo las iglesias (cuya «gran tarea [...] no es encerrarse en su círculo doctrinal, sino intentar colaborar desde él al perfeccionamiento ético de la sociedad»).

Aunque en ese artículo Marina no alude al distingo de Rawls entre bondad y justicia, creo que es eso lo que está subyacente. Habría un ideal de justicia que sería esencialmente procedimental y que brindaría a todos un marco formal para que, dentro de él, busque cada uno su propio bien, según su particular concepción del mismo. Habría muchas concepciones del bien, pero un solo concepto legítimo de justicia.

Lo sustantivo, el contenido concreto de las metas de la vida, se dejaría a la libre opción de los individuos y los grupos privados, a los que no se exige ni que se adhieran ni que dejen de adherirse a ninguno de esos ideales. Por el contrario, ha de establecerse por consenso la manera en que hemos de relacionarnos unos con otros, la forma social de nuestras relaciones, que constituye el cuadro público; una vez alcanzado el consenso, sobre lo así consensuado ya no ha lugar a la discusión ni a la discrepancia, porque se trata de una conclusión racional. Llamemos a esa ilación `el argumento rawlsiano' --sin con ello querer endosarle a Rawls la paternidad de esas conclusión autoritaria.

Además de que son erróneas todas las premisas del argumento rawlsiano, la conclusión no se sigue de ellas. Carece de fundamento esa dicotomía inventada, de cuño kantiano, entre la forma y el contenido. La adhesión a ciertos valores da fundamento y sentido a la existencia de poderes públicos promulgadores de normas; son valores de contenido, valores materiales o sustantivos: vida, convivencia, conocimiento, razón, felicidad, paz, armonía, seguridad, igualdad, salud, longevidad, placer, abundancia, prosperidad, libertad, belleza y amor.

Las normas imperativas y prohibitivas tienen como finalidad salvaguardar esos bienes jurídicamente protegidos. Nada asegura de antemano la unanimidad en torno a cuáles sean esos bienes. Por ello, los ordenamientos jurídicos van evolucionando. Conductas en unos tiempos permitidas están prohibidas en otros. Coincido con Marina en creer en el progreso moral. Nuestros sistemas modernos son moralmente mejores que los de siglos pasados, justamente porque tenemos ideas más certeras --ampliamente compartidas-- acerca de qué es lo bueno y, por lo tanto, qué bienes merecen protección jurídica.

Uno de esos bienes socialmente valorados es la propia libertad, pero no es el único. La ley prohíbe conductas que atentan contra la libertad ajena pero también comportamientos que causan un daño a otro --incluso con su consentimiento en ciertos casos.

Entre esos diversos bienes socialmente tutelados surgen constantemente contradicciones, de donde viene la necesidad de buscar ponderaciones, siempre en equilibrio inestable y precario, forzosamente provisional y cambiante.

Así, p.ej., ¿qué relaciones sexuales --mutuamente consentidas-- se permiten a y con individuos jóvenes, sea entre ellos sea con individuos de más edad? Es un asunto en el que se va modificando el punto de vista social y con respecto al cual la evolución continuará en el futuro, porque el problema en sí es delicadísimo e involucra varios valores en conflicto.

Es, pues, totalmente equivocado que las normas imperativas y prohibitivas sólo atiendan al marco formal y no al contenido material o sustantivo de los valores. Además fallan todos los criterios de diferenciación entre forma y materia. Tal disparidad es un puro artificio.

No valiendo la dualidad ficticia entre lo justo formal y lo bueno material, carece de sentido decir que lo primero es incontrovertible y lo segundo debatible. Todo está sujeto a la discusión. Nuestras legislaciones actuales son preferibles a las del pasado, pero muchísimo menos perfectas que las del futuro. Hemos superado viejas injusticias, pero mantenemos otras, como: la propiedad privada; la prohibición de la inmigración libre; la prohibición de la eutanasia; restricciones injustificables a la libertad (falta en España una ley de libertad ideológica, al paso que padecemos una regulación extremadamente restrictiva del derecho de asociación); la persecución de las corrientes ideológicas desviadas (llamadas «sectas» por sus enemigos); el desamparo del peatón frente a los atropellos del automovilista; la diversidad de derechos en virtud del nacimiento (discriminación gamé tica); la inoperatividad de muchos derechos positivos, a pesar de su reconocimiento constitucional; las desigualdades sociales.

No sólo se dan tales injusticias en nuestro actual sistema, sino que, además, quienes las denunciamos somos una ínfima minoría. No es ya que en nada de todo eso haya unanimidad, sino que --desgraciadamente-- en tales asuntos la opinión pública se decanta por el mal.

Pero es que, aunque fueran correctas las premisas del argumento rawlsiano, no se seguiría la conclusión de que de iusto non est disputandum (de lo justo no hay que discutir). Aunque la justicia fuera puramente formal y procedimental --susceptible de llenarse con contenidos variables según las libres preferencias de los individuos--, tendría que estar sujeta a debate y a revisión la determinación de ese marco formal, su porqué, su para-qué y su cómo.

No porque nuestros padres o nuestros tatarabuelos hayan sellado un pacto social vamos a refrenarnos de examinarlo y criticarlo con nuestra propia opinión.

Y es que el pacto social obliga a cumplirlo, no obliga a estar de acuerdo con él. Las opiniones son libres. Han de ser libres. Desde luego ha de serlo (en la mayor medida compatible con el bien común y la paz social) la expresión de opiniones; pero ha de ser absoluta e irrestrictamente libre el tener opiniones, buenas o malas, justas o injustas, razonables o disparatadas, demostrables o fantásticas, verosímiles o increíbles, ilustradas u oscurantistas. (Una de las cláusulas de los vigentes pactos sociales en nuestras sociedades es la que otorga --en teoría al menos-- esa libertad de opinión a cada uno.)

Todo es debatible. La sociedad asume unos valores, los profesa, les otorga el amparo de las leyes y, en consecuencia, sanciona conductas atentatorias contra los mismos. Pero los individuos y los grupos pueden discrepar. La adhesión social y jurídica a tales valores no acarrea la prohibición de la discrepancia individual sobre ellos.

El valor de la vida puede discutirse. Al tutelar jurídicamente ese valor --incluso mediante el código penal--, no se prohíbe a nadie creer que es un desvalor, ni siquiera escribir haciendo el elogio de la muerte. Ni la pública consagración del valor de la libertad prohíbe reeditar los textos de Aristóteles que justifican la esclavitud. Ni se prohíbe a nadie que añore la servidumbre o que crea, a lo Nietzsche, que unos hombres son superiores a otros y deberían poder sojuzgar a los inferiores. Ideas repugnantes, pero lícitas.

Lo único ilícito es esclavizar (o dejarse esclavizar, por otro lado), no desear la esclavitud propia o la ajena. Sólo hay libertad cuando se es libre para no amar la libertad.

Es bien conocido el apotegma que George Orwell --en su novela 1984 (parte I, capítulo 7)-- pone en boca de su protagonista Winston Smith: «Ser libre significa serlo para decir que dos y dos son cuatro; concediéndose eso, lo demás se sigue de ahí».

Lejos de ser eso acertado, todo lo contrario es verdad. Ser libre es ser libre para pensar la verdad y la falsedad, lo razonable y lo absurdo, lo justo y lo erróneo. Ser libre es serlo para ofrecer argumentos a favor de la tesis de que dos y dos son cuatro, pero también a favor de la tesis de que son cinco. Eso no quiere decir que las autoridades tengan que carecer de creencia oficial al respecto. Sin duda la administración tiene que obrar como si creyera que 2+2=4 --porque, de no, el tribunal de cuentas le pedirá responsabilidades. Lo que determina que 2+2=4 no es la sanción de la autoridad, sino el hecho matemático de que así sucede en la realidad. Los particulares son libres de creerlo, de no creerlo y de creer lo contrario. Sólo así hay libertad.

Amenazada por los autoritarismos dogmáticos (como el que inspira a la EpC) está una conquista jurídica de nuestro tiempo: la de pensar como a uno le dé la gana, bien o mal.

En la medida en que se respete tal libertad, le será lícito a uno adherirse al satanismo, amando el odio, la discordia, la ignorancia, la injusticia, el mal, la muerte, la violencia, la mentira, el ocio; odiando al amor, a la concordia, a la justicia, al bien, a la vida, a la paz, a la verdad, al trabajo.

Pero es que, además, no es oro todo lo que reluce. La DUDH no es toda ella canela fina. Tiene cosas que --con razón-- llevaron a los países del bloque soviético a abstenerse. (Yo también me habría abstenido si hubiera sido un delegado en aquella sesión de la asamblea general de la ONU de 1948.)

Ese texto constituye sólo una primera aproximación que tiene mucho que corregir y de cuyos defectos se sonrojarán las generaciones futuras --como nos avergonzamos nosotros de las deshonras de las generaciones que nos precedieron, aunque admiremos su esfuerzo y agradezcamos su legado.

A continuación voy a exponer mis desacuerdos. Por ello, si es condición necesaria --para ser admitido en sociedad-- comulgar con toda la DUDH íntegramente tomada, entonces me permito --en minoría de a uno si es menester-- no estar incluido en ese cúmulo. A la DUDH voy a dirigirle tres críticas: por cosas que le faltan; por cosas que contiene y no debería contener; y por una limitación excesiva y abusiva del ámbito de reconocimiento de los derechos.

Carencias de la DUDH

En primer lugar, hay que reprochar a la DUDH sus carencias. Hay cinco derechos fundamentales que no figuran en la DUDH:

  1. derecho a la inmigración (la DUDH admite --en el art. 13.2-- el derecho a salir del cualquier país mas sólo el derecho de regresar al propio país);

  2. derecho a morir (salvo que se quiera subsumir en el derecho a la vida del art. 3, entendiéndolo como un derecho de libertad, para el sí y para el no);

  3. derecho a la resistencia contra la opresión, que incluye el derecho del pueblo a levantarse y derrocar a una tiranía insufrible (sin que pueda compensar esta carencia la frase retórica del Preámbulo, que afirma la protección del régimen de derecho «para que el hombre no se vea compelido al supremo recurso de la rebelión contra la tiranía y la opresión»);

  4. derecho positivo a recibir informaciones sobre la realidad social: lo que dice el art. 19 es que el derecho a la libertad de opinión «incluye el de [...] investigar y recibir informaciones y opiniones», o sea que se trata de un derecho puramente negativo que veda a los poderes públicos prohibir esa recepción, no siendo un derecho prestacional del individuo a que exista una emisión de informaciones veraces.

  5. derecho positivo a la movilidad (o sea, al desplazamiento) --que no es el derecho negativo a circular dentro del territorio nacional que reconoce el art. 13.

Pseudo-derechos

En segundo lugar, hay que censurar a la DUDH por cuatro pseudo-derechos que ha consagrado: propiedad privada, dignidad, honra e imposición paterna de la educación filial.

  1. Propiedad privada.-- El art. 17 de la DUDH establece: «1. Toda persona tiene derecho a la propiedad, individual y colectivamente.» Estoy en desacuerdo. No creo que toda persona tenga derecho a tener propiedad individual. Nadie debería tener ese derecho. Ni ningún grupo privado debería tener derecho de propiedad colectiva. El planeta Tierra es de la humanidad. La única propiedad en una sociedad plenamente justa --que sólo puede ser la humanidad como un todo-- es la propiedad colectiva del género humano.

    (La delegación soviética había propuesto un disyuntivo «o» en lugar del conyuntivo «y». Esa formulación hubiera hecho más aceptable al artículo 17.)

  2. Honra.-- El art. 12 establece: «Nadie será objeto de [...] ataques a su honra o a su reputación. Toda persona tiene derecho a la protección de la ley contra tales ingerencias o ataques». Estoy en desacuerdo. No creo que exista un derecho a la honra (o al honor como lo dice la constitución española) ni a la buena reputación. Desde luego la libertad de expresión ha de tener límites en aras de la paz social. Uno de esos límites es el que cercena tal libertad en aras de la protección de intereses legítimos, entre ellos el buen nombre ajeno, cuando éste es merecido. Lo cual se subsume en el derecho genérico a la protección de los legítimos intereses, sin que exista un derecho específico a un bien intangible que sería la honra o la [buena] reputación. El malhechor que se ha deshonrado no tiene derecho a tener buena reputación ni honra.

    Lo que sí ha de ser lícito a cada uno es expresar sus ideas y sus argumentos a favor de su propia honorabilidad. Han de estar prohibidos determinados ataques a la honra ajena, a saber: las campañas de denigración perpetradas abusando de la posición de poder informativo del atacante o de la inferioridad que padece el atacado (de su ostracismo o ninguneno mediático); las calumnias exentas de veracidad; las agitaciones deshonestas y perturbadoras del orden público. Pero el carácter ilícito de tales conductas no significa que hayan de prohibirse todos los ataques a la honra ajena o que cada uno tenga un derecho a la honra, háyala merecido o no.

  3. Dignidad.-- El art. 1 de la DUDH afirma: «Todos los seres humanos nacen libres e iguales en dignidad y derechos y, dotados como están de razón y conciencia, deben comportarse fraternalmente los unos con los otros.» Estoy parcialmente en desacuerdo. No sé qué sea eso de la dignidad; ni, por lo tanto, puedo concordar en que nazcamos iguales en dignidad, cuando no sé qué es ni nadie me lo ha explicado. Tampoco creo que todos nazcamos dotados de razón y conciencia. Más bien pienso que nadie tiene al nacer ni razón ni conciencia (a lo sumo una conciencia embrionaria). Desgraciadamente hay seres humanos que nunca adquirirán razón ni conciencia; no por ello debemos dejar se ser fraternales para con ellos. El fundamento de la fraternidad es que son miembros, como nosotros, de la humana familia, de la estirpe de Adán y Eva. Eso --y no la cualidad de seres razonables y conscientes-- es lo q ue sustenta la obligación de hermandad y el derecho a la hermandad. (No tendríamos tales obligaciones para con seres inteligentes de otros planetas, a quienes no nos uniría ese vínculo de familia.)

  4. Imposición paterna de la educación filial.-- El art. 26.3 dice: «Los padres tendrán derecho preferente a escoger el tipo de educación que habrá de darse a sus hijos.» Estoy en desacuerdo. Niego a los padres ese derecho preferente. Sólo les reconozco el derecho (y el deber) de inculcar a sus hijos sus propios valores (y aun eso de manera respetuosa y sin forzar); a hacer en su propio domicilio propaganda a favor de sus valores, incluso sermoneando en cada comida familiar. (A lo sumo se puede añadir un derecho a que --de nuevo sin forzar-- exhorten a sus niños a asistir en horas no escolares a centros de catequesis, de la ideología o religión a la que se adhieran los padres.) En cuanto a la enseñanza que recibirán los niños, ha de determinarla la sociedad, o sea el Estado, pues, igual que cada uno ha de tener derecho a participar del bien común según sus necesid ades, ha de contribuir al bien común según sus capacidades, por lo cual está obligado a desarrollar esas capacidades a tenor de los avances de la ciencia y la técnica. Esa enseñanza pública ha de proponer, mas no imponer, los valores socialmente profesados.

Ámbito restringido de los derechos reconocidos en la DUDH

Hay dos limitaciones lamentables en la fijación del ámbito de los derechos reconocidos en la DUDH. El primero se refiere a los derechos sociales. El art. 22 establece: «Toda persona, como miembro de la sociedad, tiene derecho a [...] habida cuenta de la organización y los recursos de cada Estado, la satisfacción de los derechos económicos, sociales y culturales». Estoy en desacuerdo. No creo que ese derecho haya de estar limitado por la organización y los recursos de cada Estado. Al revés, la organización estatal ha de cambiar en la medida en que impida la satisfacción de ese derecho fundamental. Y los recursos pertinentes habrían de ser los de la humanidad, que deberían ponerse en común para el bien de todos los miembros de la humana familia.

La segunda limitación afecta a los derechos de libertad. El art. 30 sostiene: «Nada en esta Declaración podrá interpretarse en el sentido de que confiere derecho alguno al Estado, a un grupo o a una persona, para emprender y desarrollar actividades o realizar actos tendentes a la supresión de cualquiera de los derechos y libertades proclamados en esta Declaración.» Estoy en desacuerdo.

Según esa disposición final del art. 30, el art. 19 de la DUDH no ampara mi libertad de expresión, porque la estoy usando para «emprender y desarrollar actividades o realizar actos» --p.ej. la redacción de este suelto-- «tendentes a la supresión de» varios de esos derechos, a saber: el derecho de propiedad privada (art. 17.1), el derecho paternal a imponer el tipo de enseñanza que recibirán los hijos (art. 26.3) y el derecho a la honra (art. 12).

Si tomamos al pie de la letra el art. 30, se excluye del ámbito de protección de los derechos reconocidos en la Declaración cualquier acto de alguien que proponga revisar ese documento en el sentido de suprimir alguna de sus cláusulas. O sea: se otorgarían derechos como la vida, la defensa procesal, la libre opinión, la asociación, el asilo, la participación política, siempre y cuando ninguno de ellos se ejerza con vistas a quitar nada de la propia DUDH.

Sin duda ese artículo puede ser leído caritativamente, en el sentido de que, cuando se producen colisiones entre valores y derechos fundamentales, ha de acudirse a una ponderación que restrinja el disfrute de algunos de ellos en aras de la salvaguardia de otros prioritarios, o del sistema de tales derechos en su conjunto. Así, está claro que no son autorizables las arengas incendiarias en situaciones de sedición o sublevación militar. También el derecho a la presentación de candidaturas puede limitarse por razones de paz social o de preservación del bien común.

Pero la desafortunada formulación del art. 30 DUDH va mucho más lejos, pues da pie a un sistema autoritario que, promulgando la DUDH como parte de la constitución (como, en cierto modo, lo ha hecho la Constitución española de 1978 en su art. 10.2), estatuyera esta línea de demarcación: dentro de la constitución, todo; contra la constitución, nada.

La superioridad moral de un régimen constitucional estriba justamente en que ampara por igual a partidarios y adversarios de la constitución, a constitucionalistas y anticonstitucionalistas. Si sólo hay libertad para estar adherido al sistema, no hay libertad.

Los adeptos de la asignatura EpC tienen esa visión: a los niños y adolescentes, para darles el pase a la vida adulta, se les van a exigir actos explícitos (y reiterados) de adhesión al régimen constitucional y a la tabla de valores hoy vigente. Si quieren ser aceptados en sociedad, tendrán que manifestar, no sólo su lealtad al sistema, sino algo mucho más profundo: su íntima conformidad con el mismo. Si se descubre que en su fuero interno lo valoran negativamente, serán suspendidos y se les cerrarán las puertas de la vida profesional.


Tres Cantos. 2007-08-08
Lorenzo Peña
El autor permite a todos reproducir y difundir textual e íntegramente este escrito
V. también: <http://jurid.net/filosofia/urbanida.htm>




3 comentarios:

Anónimo dijo...

Saludos,
Te recomiendo este enlace donde hay varios documentales interesantes:

http://www.my-forum.org/mensajes.php?nforo=271840

Se trata de un proyecto de videoforum virtual promovido por la Red Tercera Vía. Ver y debatir, esa es la filosofía.

Un saludo,
http://www.3via.eu

Janario dijo...

Te invito a que veas un dibujito que publiqué ayer en mi blog sobre Educación Para la Ciudadanía.

Educación para la Ciudadanía

Muchas gracias,
Janario.

Anónimo dijo...

Pues mira que el tema se está complicando. Lo mejor sería dar rienda suelta a todos o a ninguno porque al fina habrá miles de Educación para la ciudadanía y eso es fatal.

Lorenzo Peña y Gonzalo

Mi foto
Tres Cantos, Spain
Tras una turbulenta y amarga juventud consagrada a la clandestina lucha revolucionaria, mi carrera académica me ha conducido a obtener las 2 licenciaturas de Filosofía y Derecho y asimismo los 2 Doctorados respectivos (en Filosofía, Universidad de Lieja, 1979; en Derecho, Universidad Autónoma de Madrid, 2015). Soy también diplomado en Estudios Americanos; en cambio, si bien inicié (con éxito) la licenciatura en lingüística, no la culminé. Creador de la lógica gradualista, tras haberme dedicado a la metafísica y la filosofía del lenguaje, vengo consagrando los últimos 4 lustros a desarrollar una nueva lógica nomológica y aplicarla al Derecho: la lógica de las situaciones jurídicas, basada en la metafísica ontofántica que elaboré en los años 70 y 80. He sido profesor de las Universidades de Quito y León, Investigador visitante en Canberra e investigador científico del CSIC, habiendo sufrido la jubilación forzosa por edad en 2014 cuando había alcanzado el nivel máximo: Profesor de Investigación. Soy miembro del Ilustre Colegio de Abogados de Madrid.